“Monseñor: he podido enterarme que sigue contestando a las preguntas que le dirigen los lectores del Eco, como lo hacía antes de la pandemia. Hace tiempo que deseaba preguntarle acerca de la Santa Sábana de Turín. ¿Podemos hablar de ella como de una reliquia de Jesús? En su momento, escuché a un sacerdote que, en una homilía, así la presentó. Sin embargo, también escuché que la autoridad de la Iglesia no pretendía asegurar que sea así. Monseñor, ¿con qué conviene quedarnos?”.
María de los Ángeles Vargas Ch. - Cartago
Estimada María de los Ángeles, he aquí una primera constatación: los estudios y las múltiples investigaciones y desde distintos intereses, siguen sin detenerse acerca de la Santa Sábana o Síndone. Podemos afirmar que se sigue, y muy fecunda, una ciencia llamada precisamente “sindonología”… Ya se van publicando algunos tratados de Cristología que integran en su exposición, no sólo una referencia al “Hombre de la Síndone”, refiriéndose a la imagen que aparece misteriosamente en la Santa Sábana, sino, comentando aspectos e inclusive, detalles de la pasión sufrida por Él, que coinciden con cuanto nos narran los Evangelios.
Cómo haya podido producirse, sobre aquella Sábana, la imagen del Crucificado, sigue siendo objeto de sorpresa y, entonces, de investigación. Hay, sin embargo, un sustancial acuerdo, ahora más que en el pasado (aunque no tan lejano), ya que se tiene presente el modo tradicional con que eran sepultados los judíos que habían muerto con una muerte violenta. Ya que la sangre era considerada la “parte” más importante de un cuerpo humano, no se lavaba su cadáver (como en los otros casos), sino, que se sepultaba como había quedado en el momento de la muerte. Y entonces, con posibles heridas que sangraban.
De acuerdo con este tradicional rito, en el caso de Jesús, cuando se le llevó a la sepultura, primero se extendió sobre la larga tabla de piedra, que era la tabla funeraria, una abundante cantidad de aroma y sal; sobre ella se extendía la larga y amplia Sábana que cubriría completamente el cadáver de Jesús. Una vez cubierto, sobre la Sábana (o larga tela), se repetía el esparcimiento de otra notable cantidad de aromas y sal.
Mensaje de los Obispos de la Conferencia Episcopal a la Iglesia y al pueblo de Costa Rica con ocasión de Pentecostés
“La esperanza no nos defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado.” (Rom 5,5)
Que la paz y la alegría, por la fuerza del Espíritu Santo, llenen sus corazones y hogares.
Los Obispos de la Conferencia Episcopal de Costa Rica nos dirigimos al Pueblo de Dios que peregrina en Costa Rica, y a todas las personas de buena voluntad, con ocasión de la Solemnidad de Pentecostés. Manifestamos nuestra cercanía espiritual y compartimos la riqueza de nuestra fe acerca de la acción de Dios, por su Espíritu Santo, enviado por el Padre y el Hijo al mundo para hacer actual la salvación que proviene del misterio pascual de Cristo.
En efecto, se trata del Espíritu Santo prometido por Jesús (cf. Lc 24,49; Hch 1,4-5.8) cuyo don se nos dio el día de Pentecostés (Hch 2,14-21). Este Espíritu se recibe por la profesión de la fe en el Cristo (Ga 3,14.22; Ef 1,13), mediante el sacramento del bautismo (Hch 2,38; Jn 3,5-6). Es fuente de la Vida Nueva, nos devuelve la dignidad de hijos de Dios (Ga 4,5-7; Rm 8,15-16) y nos abre a la comunión con la Iglesia (1 Co 12,13).
Es el Espíritu de Jesucristo, quien puede donarlo porque lo posee sin medida (cf. Jn 3,34). El Espíritu Santo es infundido como soplo divino que remite al relato de la creación (cf. Gn 2,7), signa, por tanto, el inicio de una nueva creación o de un nacer de nuevo. Culmina la obra de salvación, a través del bautismo en el Espíritu Santo (cf. Hch 1,4), e inaugura la Nueva Alianza, cumplida en la persona de Jesús (2 Co 3,6; Hb 8,6-13), la Vida Nueva, la vida eterna en bienaventuranza, que viene de su Resurrección.
El Espíritu Santo realmente habita en el cristiano (cf. Rm 8,9b; 1 Co 3,16), porque es el amor de Dios infundido en nuestros corazones (cf. Rm 5,5) que nos santifica con su gracia. El Espíritu de Cristo capacita a los fieles para conocer la enseñanza de Jesús a través de su acción iluminadora (1 Co 12,3; Rm 8,1-13). Actúa también en toda persona de buena voluntad que se abre a Él y en todas las culturas, manifestando la ternura de Dios.
El Espíritu Santo es el gran vínculo de comunión que une a los creyentes en la fe. A través de su acción en nuestras vidas, nos guía, en el amor fraterno, hacia la unidad y la armonía (Ef 4:3). El Espíritu Santo nos une en un solo cuerpo, que es la Iglesia, a pesar de nuestras diferencias y diversidad de dones (1Co 12:13), que nos impulsa a compartir para el crecimiento de la misma Iglesia. Su presencia en nuestras vidas nos impulsa a buscar la unidad en medio de la diversidad, a perdonar, a amar y a servir, todo en aras de construir una comunidad de fe sólida y unida en el Señor.
¡Dios nos ha dado su Espíritu! Es la razón de nuestra esperanza, porque es el amor de Dios que ha sido derramado en nuestros corazones. En medio de los desafíos y las dificultades que enfrentamos como país, recordemos que el Espíritu Santo es nuestro guía y consolador, que nos anima a construir puentes de diálogo, a promover la solidaridad y a trabajar juntos por el bien común.
Estemos activos en favorecer la comunión que obra en nosotros el Espíritu, primeramente, en nuestras familias. Invitamos a promover y favorecer la dinámica familiar, en donde se reciba con generosidad la vida y se inicie a los hijos en una armónica vivencia social, donde se cuide a nuestros adultos mayores. Promovamos también los grupos, las instituciones, las dinámicas que favorezcan la unidad y cohesión social, la construcción de consensos y unión de voluntades, la escucha recíproca y el diálogo institucional, para llegar a decisiones compartidas. Valoremos, en este sentido, nuestra constitución democrática y el estado de derecho en nuestro país, como el mejor ambiente para unirnos como ciudadanos buscando el bienestar de todos.
El Espíritu suscita carismas, cualidades personales para la construcción de nuestra sociedad. Abundamos en diversas expresiones y cualidades que, lejos de alejarnos, suponen una riqueza al unirnos en torno a una visión solidaria. Articulemos los distintos aportes de todas las instancias sociales. Las diferencias se expresan y se pulen hasta alcanzar una armonía que no necesita cancelar las particularidades ni las diferencias. Justo en eso se alcanzará su belleza.
Nosotros, la Iglesia Católica, estamos llamados a acompañar el caminar de toda la familia humana. El mundo necesita la perspectiva sinodal, para superar confrontaciones, desacuerdos paralizantes y madurar procesos de diálogo que ayuden a tender puentes y caminar juntos. Es el servicio que estamos llamados a dar en favor de la fraternidad universal y a la amistad social: gestar un ethos social fraterno, solidario e inclusivo, ayudar a cultivar la justicia, la paz y el cuidado de la casa común.
Luchó contra el cáncer durante 10 años, la enfermedad iba y venía, regresaba cada vez con más fuerza. Tenía el cuerpo con quemaduras y la piel se le arrancaba a causa de las tantas sesiones de radioterapia. Recibió un diagnóstico de infertilidad. Fue desahuciada dos veces.
Hoy Pamela Arguedas tiene 31 años de edad y un hijo, que para ella representa un arco iris tras aquellos largos días de oscuridad. Los últimos exámenes mostraron que ya no hay rastros de células cancerosas en su cuerpo y ella agradece al Señor por esto.
Esta joven contó su testimonio en el Podcast En Libertad, un proyecto creado por jóvenes católicos. Usted puede escuchar los episodios en la plataforma Spotify (/En libertad) o en YouTube (@EnLibertadbyTeAmoDeVerdad).
¿Por qué a mí si yo te ayudé?
El primer episodio de En Libertad se titula “Mi turno de tocar la campana”. Precisamente, es la historia de Pamela, vecina de Atenas. Esta joven sirvió durante mucho tiempo en la Pastoral Juvenil. A partir de sus 20 años de edad, vivió un calvario tras recibir su diagnóstico de cáncer (linfoma de Hodgkin).
Al principio, los médicos le informaron que se trataba de un caso manejable. Recibió tratamiento, pero al poco tiempo el cáncer regresó más violento. Se sometió de nuevo a terapia.
Esta vez comenzó a perder el cabello, las uñas y las pestañas, todo lo que comía lo vomitaba, sentía mucho dolor y gran debilidad. Fue entonces, admite, cuando quiso rendirse. Empezó a pelear con Dios. “¿Yo te ayudé? ¿Por qué a mí? ¿Qué hice?”, preguntaba. “Hubo tres meses que dije: “Salado Dios, Él no quiere que esté con Él, no vuelvo a la Iglesia”.
Era tanto el dolor que le decía al Señor: “O me ayuda o me lleva, pero no puedo estar así”. No obstante, una noche se sentía muy mal y pensó: “¡Qué tonta! El único que me puede ayudar es Dios”. Pidió perdón. Tiempo después tuvo una mejoría.
Dios creó al hombre y a la mujer a imagen y semejanza, esto quiere decir que les otorgó una dignidad. Únicamente basta con ser humanos para tener esta dignidad, es decir, no importan las circunstancias, su condición de vida o características particulares, simplemente si se es humano ya se tiene esta dignidad y ni siquiera uno mismo puede renegar de esta.
Esta es la idea fundamental que se desprende de la reciente Declaración Dignitas Infinita del Dicasterio para la Doctrina de la Fe. En el documento, la Iglesia explica el significado de la dignidad humana y menciona trece violaciones a esta en el mundo actual.
Se trata de temas también presentes en la realidad costarricense, como el aborto, la pobreza, la desigualdad entre hombres y mujeres, los abusos sexuales (incluso dentro de la Iglesia), la ideología de género, la trata de personas y la violencia digital.
También hay otros que representan amenazas, pues son promovidos por ciertos sectores, como la eutanasia y el llamado suicidio asistido.