La paja es un tallo estrecho que proviene de los cereales y ha pasado un proceso de secado y separación del grano. En la antigüedad, se utilizaba para alimentar a los animales y las Sagradas Escrituras la utilizan para comparar a aquello que carece de valor o perpetuidad, “son como paja ante el viento, como pelusa que arrebata un torbellino” (Job 21, 18).
Esta experiencia misteriosa no únicamente demostró la humildad personal de Tomás, sino ante todo la inmensidad y grandeza de Dios. Por más elevados y puros que fueren los pensamientos humanos, sus criterios o palabras acerca la fe; estos quedarán eclipsados frente a la magnificencia y belleza divinas, las que únicamente nos han de ser reveladas de manera total en el Paraíso. Dios es la fuente plena de toda la Sabiduría y el Poder, y así se nos explica en la totalidad del capítulo octavo del Libro de Proverbios: “Yo, la Sabiduría, habito con la prudencia, yo he inventado la ciencia de la reflexión” (v.12) Nuestro Padre Altísimo se complace en darnos de Su Sabiduría, sin embargo también se guarda Sus Misterios para que lo necesitemos y lo busquemos.
Los meses siguientes del fraile dominico transcurrieron sumidos en una atmósfera de oraciones silenciosas y reflexiones íntimas en profunda meditación. Tomás se anegó aún más en la búsqueda de la verdad y el entendimiento espiritual, y era como si el velo que separaba el mundo terrenal del celestial se volviera cada vez más delgado para él. Y es así, que mientras realizaba un viaje hacia Lyon, para participar en el Concilio Ecuménico convocado por el Papa Gregorio X, la existencia del santo llegó a su fin. Fue en la Abadía Cisterciense de Fossanova donde, sumido en una atmósfera de reverencia y solemnidad, el humilde filósofo y teólogo, abandonó “la tienda adánica” para sumergirse en el misterio infinito de la eternidad. Su ser se había atiborrado de gran piedad al recibir el viático, sacramento que le brindaba fortaleza espiritual para sus últimos momentos en este mundo. Cuentan que incluso aquellos que lo acompañaban en dicho momento, pudieron memorablemente sentir la presencia de Dios en la habitación. Su partida dejó una sensación de asombro y respeto en quienes lo conocieron, mas su legado, sus obras y su búsqueda incansable de la verdad perdurarían; y han sido faro para aquellos que anhelan la sabiduría y la comprensión de la verdadera teología.
El camino hacia la comprensión del misterio cristiano no se encuentra en meras superficialidades, sino en el sendero de la interioridad. Es el propio san Agustín quien nos recuerda que solo al adentrarnos en el núcleo íntimo de nuestro ser, podemos alcanzar un contacto con la Verdad que impera en el espíritu (cf. De Magistro 11, 38).
San Agustín, a lo largo de su vida, se encomendó a Dios diariamente, incluso hasta el último aliento. En medio de una ciudad sitiada por los invasores vándalos durante casi tres interminables meses, el obispo, aquejado por la fiebre, según relata su amigo Posidio, en la Vita Augustini, solicitó que le transcribieran los salmos penitenciales en letras grandes. Luego, pidió que las hojas fueran colocadas en la pared frente a su lecho, de manera que, durante su enfermedad, pudiera verlas y leerlas. Mientras tanto, lágrimas incesantes brotaban de sus ojos (31, 2). Es así como de igual manera que Santo Tomás de Aquino, su influencia se extendió mucho más allá de su tiempo, trascendiendo las barreras del espacio y el tiempo.
Con el propósito de ahondar en nuestra perspectiva, finalicemos considerando una penetrante anécdota sucedida a san Agustín, mientras se encontraba paseando en orilla del mar, sumergido en profunda meditación sobre el misterio de la Santísima Trinidad. En tanto reflexionaba sobre este enigma teológico, sus ojos se posaron sobre un niño que jugaba en la playa. El pequeño estaba ocupado llenando un hoyo en la arena con agua del mar. San Agustín, intrigado por la acción del niño, se acercó y le preguntó qué estaba haciendo. Con una sonrisa inocente, el niño respondió que intentaba vaciar todo el vasto océano dentro de aquel pequeño agujero en la playa.
Sorprendido ante la aparente imposibilidad de la tarea, el santo cuestionó al niño sobre por qué se embarcaba en algo tan absurdo. Sin embargo, la respuesta del niño fue aún más impactante y llena de sabiduría; con una mirada serena, el niño dijo: “Si esto que estoy haciendo es imposible, ¿no crees que es mucho más imposible tratar de descifrar el misterio de la Santísima Trinidad?”.
En ese momento, San Agustín comprendió la profundidad de las palabras del niño. Reconoció que la Trinidad, el concepto de un solo Dios en tres Personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo, era un misterio divino que superaba la comprensión humana. Aunque la mente humana puede esforzarse por entenderlo, siempre será limitada frente a la magnificencia y complejidad del Dios trino.
Su encuentro con el niño en la playa dejó una marca indeleble en su vida y le recordó la importancia de mantenerse humilde y maravillado ante los misterios insondables de la fe. Se convirtió en una poderosa enseñanza para San Agustín y lo es para todos aquellos que buscamos comprender los misterios de la fe. Nos recuerda la importancia de la aceptación de nuestras limitaciones ante los misterios ocultos y continuar el camino con un corazón lleno de asombro y reverencia. “¿A dónde iré yo lejos de tu espíritu, a dónde de tu rostro podré huir? Mas para mí ¡qué arduos son tus pensamientos, oh, Dios, qué incontable su suma! ¡Son más, si los recuento, que la arena, y al terminar, todavía estoy contigo!” (Salmo 139, 7, 17-18).