“Monseñor: Hace pocos días que me enteré de que nuestro Papa Francisco ha publicado un documento acerca de Blas Pascal. Quedé sorprendido y me preguntaba, qué motivo habría para que el Papa le concediera tanta importancia. Lo sé, que se me podrá acusar de “ignorante”, sin embargo, me parece que hay muchos otros problemas que merecen ser atendidos y que es mucho el trabajo del Papa para que conceda su tiempo a alguien que a lo mejor es conocido sólo por expertos.
¿Qué me dice, Monseñor? ¿Estaré yo molestando con mis observaciones?”.
Adrián Sosa M. - San José
Estimado don Adrián, ya son muchos años que intento ofrecer este servicio de contestar y aclarar las más variadas dudas, inquietudes y sorprendentes comentarios. Y como ya lo he hecho notar en otras ocasiones, todo ha sido para mí una oportunidad para ampliar mis lecturas, para investigar y, así comunicarme con los interesados de un modo suficientemente claro y respetuoso. Aquí estoy, pues, estimado don Adrián para servirle.
En esta ocasión no me resulta en absoluto difícil, contestarle, ni necesito mucha investigación… Blas Pascal es una de esas personas que, una vez que alguien la conoce, ya no la olvida y se siente impulsado a conocerla más y a entrar -en la medida de lo posible- en su mundo realmente fascinador.
Él nació el 19 de junio de 1623, hace pues, 400 años, y esa es la circunstancia que ha motivado la publicación de la Carta Apostólica Sublimitas et miseria hominis (Sublimidad y miseria del ser humano) de nuestro Santo Padre. La expresión es del mismo Pascal, y la usa para referirse al ser humano: “admirable y miserable” o también “caña que piensa”, pero a la vez “caña muy frágil”.
Él murió joven, a los 39 años (1662), víctima de un cáncer gástrico (y alguno piensa que éste haya sido favorecido por su vida demasiado austera) y, sin embargo, tuvo “tiempo para dejar huellas imborrables en todos los campos del saber en que aplicó su asombrosa inteligencia: fue un matemático, físico, filósofo, teólogo católico (aunque con tendencia hacia cierto rigorismo), apologista, además de haber logrado un lugar muy destacado en la literatura francesa.
Por muchos aspectos nos resulta “nuestro contemporáneo” en cuanto que, después de haber aportado mucho al desarrollo y al avance de las matemáticas y de las ciencias empíricas, reconoce y proclama con toda valentía, que el ser humano no puede dejarse guiar sólo por la razón que busca lo útil y placentero. Ésta, la razón, de hecho le lleva al ser humano a enredarse en una atmósfera de preguntas que quedan sin respuesta… Además de la razón, el ser humano está llamado a abrirse y acoger las “razones del corazón”, que tienen una posible respuesta sólo por la fe y la gracia de Dios.
En el otoño de 1654 y, concretamente el 23 de noviembre, tuvo una inesperada y transformadora experiencia religiosa que le confirmó definitivamente que el ser humano puede imponerse a la angustia que constantemente le invade, sólo por Dios y en Dios. En aquella ocasión, escribió un muy recordado Memorial que acostumbraba a llevarlo cosido a su ropa sobre su pecho. En él se lee: “Fuego, Noche de Fuego…¡Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob, no el de los filósofos y de los sabios… el Dios de Jesucristo; sólo por los caminos que enseña el Evangelio, se le puede hallar!”.
Desde entonces, Pascal se retiró de la sociedad parisina que antes frecuentaba, para dedicarse por completo a su intensa vida cristiana, visitando con mayor frecuencia a su hermana Jaqueline, monja en el famoso monasterio de Port-Royal. Sin dejar completamente los estudios matemáticos y científicos, se fue comprometiendo más a fondo en los estudios de filosofía y teología, proyectando, además, una voluminosa obra de apologética en defensa del cristianismo, de la que nos quedaron los Pensées (Pensamientos) publicados después de su muerte.
Blas Pascal tuvo que sufrir no poco de parte de cuantos -según él- presentaban la vida cristiana dejando en sombra la exigente y dura lucha en contra del pecado y de sus nefastas consecuencias. En ningún momento deja en sombra el peso determinante de la propia responsabilidad, haciendo suya la máxima de San Agustín: “Aquel que nos creó sin nuestro concurso, no puede salvarnos sin nuestra responsable respuesta”.
Estimado don Adrián, sin pretender dar la impresión de conocer suficientemente al “grande” Blas Pascal, uno de los pensadores y cristianos laicos que más admiro, me brota espontáneo agradecer a nuestro Papa Francisco, su esfuerzo para que, en nuestro hoy, en que pareciera que se impone lo fácil, lo cómodo, lo aparente y, peor aún, lo falso, pongamos atención a un cristiano, científico y sabio, que se atrevió a ir contra corriente y a apasionarse por lo que más allá de toda tendencia a lo superficial y a lo vano, pueda responder al anhelo de infinito inscrito en todo corazón humano. Sólo el Dios de Jesucristo, es a la vez camino y meta.
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