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Son pocos los hombres que tienen el corazón tan grande como para responder a la llamada de Jesucristo e ir a evangelizar hasta los confines de la tierra.  San Francisco Javier es uno de esos.  

 

Origen

Francisco nació en 1506, en el castillo de Javier en Navarra, cerca de Pamplona, España. A los dieciocho años fue a estudiar a la Universidad de París, en el colegio de Santa Bárbara, donde en 1528, obtuvo el grado de licenciado. 

 

Llamado

Dios estaba preparando grandes cosas, por lo que dispuso que Francisco Javier tuviese como compañero de la pensión a Pedro Favre, que sería como él jesuita y luego beato, también providencialmente conoció a Ignacio de Loyola, ya bastante mayor que sus compañeros.

 

Influencia

Francisco fue guiado por Ignacio y quedó profundamente transformado por la gracia de Dios. 

Llegó a ser uno de sus siete primeros seguidores en la Compañía de Jesús, consagrándose al servicio de Dios en Montmatre, en 1534. 

 

Misionero

Francisco Javier partió hacia las misiones el 7 de abril de 1541, cuando tenía 35 años, el rey le entregó un breve por el que el Papa le nombraba nuncio apostólico en el oriente. 

 

Japón

En abril de 1549, partió de la India, y el día de la fiesta de la Asunción desembarcaron en Kagoshima, Japón. Francisco Javier se dedicó a aprender el japonés y logró traducir una exposición muy sencilla de la doctrina cristiana que repetía a cuantos se mostraban dispuestos a escucharle. Al cabo de un año de trabajo, había logrado unas cien conversiones.  

 

Muerte

Francisco murió a las puertas de China el sábado 3 de diciembre de 1552, en la isla desierta de Sancián (Shang-Chawan) que dista unos veinte kilómetros de la costa. Tenía entonces 46 años y había pasado once en el oriente. Fue sepultado el domingo por la tarde.

 

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¿Qué es el clericalismo?

Noviembre 18, 2021

Como está convirtiéndose en una obligada referencia al pensar, comentar y actuar “sinodalmente”, el fenómeno al que se denomina “clericalismo” y el término mismo han de convertirse en objeto de una seria reflexión teológica pastoral para contribuir a la edificación de la vida de la Iglesia.

 A juzgar por las palabras usadas en los discursos y documentos referentes a la sinodalidad, es fácil descubrir que en su antípodas está el fenómeno que suele referirse con el vocablo “clericalismo”. En otras palabras, si se está impulsando una toma de consciencia de la sinodalidad de la Iglesia, se hace en clara alusión y contrapeso al clericalismo. Visualmente, sería así: sinodalidad versus clericalismo. Incompatibles: Iglesia sinodal e Iglesia clericalista. El clericalismo es muy preocupante de por sí, como evidente repliegue sobre sí mismo.

Como está convirtiéndose en una obligada referencia al pensar, comentar y actuar “sinodalmente”, el fenómeno al que se denomina “clericalismo” y el término mismo han de convertirse en objeto de una seria reflexión teológica pastoral para contribuir a la edificación de la vida de la Iglesia.

¿Qué se entiende por “clericalismo”? ¿A qué fenómeno hace alusión? ¿Es posible hablar de clericalismo en un sentido positivo? ¿Pueden distinguirse los adjetivos “clerical” y “clericalista”? ¿Sería el primero el adjetivo de la Iglesia en referencia sana a los pastores y clericalista la distorsión de la misión como ejercicio de poder (dominación) y no como servicio pastoral (comunión)?

¿Cuál es el origen del clericalismo en la Iglesia occidental, específicamente la latinoamericana, esto es, qué de la estructura eclesial alimenta o no el fenómeno? ¿Cuál es el inicio (histórico) del clericalismo? ¿Cuáles son las expresiones verbales, los discursos, las costumbres y las situaciones que pueden calificarse negativamente como clericalistas? ¿Es tan cierto que están asociados a un apego preponderante al aspecto litúrgico?

¿Qué puede aportar hoy la “sinodalidad” a la Iglesia y al mundo?

En los últimos días, mucho se ha escuchado sobre “sinodalidad” en la Iglesia. Pero, ¿qué significa “sínodo”? El griego “σύνοδος” refiere a una reunión, asamblea y encuentro. A su vez, “σύν” + “οδος” expresa un camino junto: a las vías reunidas.

Es innegable el fin de la cristiandad, en donde todos, más o menos, eran creyentes y concebían al hombre y al mundo, desde una visión cristiana. Hoy no, incluso, a lo interno de la Iglesia, existen múltiples proyectos e interpretaciones, por lo que re-unirse y juntar los caminos es impostergable.

Idealmente, una sociedad democrática estaría basada en la libertad, la fraternidad y la igualdad, como una “poliarquía”, es decir, una sociedad con múltiples poderes que interactúan entre sí -tal cual afirma Robert Dahl-. Esta democracia es regida por el principio de “tolerancia”, el cual busca evitar, en sí, la guerra y, por el que “respeto para que me respeten”, en momentos sin interactuar con el otro. Además, en caso de conflicto, la ley y el Estado me protegen del “otro” -como afirmaba Hobbes con su “Leviatán”-. Por supuesto, todo se desarrolla sin contar con una norma u obligación concreta de Amor o comunión, como sí sucede con la Iglesia y la sinodalidad.

Por lo tanto, se puede decir que la sinodalidad es el régimen político de la Iglesia y no así la democracia. La sinodalidad nos pone uno al lado del otro, en igualdad de oportunidades, valor y dignidad. Permite que mis iniciativas sean consideradas como valiosas, dignas de ser tomadas en cuenta, para discernir y construir juntos una vía común en diálogo. Esto es posible, desde la humildad y la verdad, producto de un encuentro con Cristo y no como un simple populismo democrático.

Ante dicha realidad, a la hora de tomar decisiones, surgen dos posibilidades: 1) el imponerse y dominar o 2) la sinodalidad y sus consecuencias prácticas. El Evangelio nos advierte que los discípulos de Cristo no han de actuar con el dominio, al contrario, a la hora de resolver conflictos, utilizarán medidas preventivas, como un auténtico diálogo -que escucha, respeta, propone y construye- o medidas curativas, como la corrección fraterna -en la cual, ciertamente, se ha de perdonar, orar y poner la otra mejilla- (cf. Mc. 10, 35-45, Mt. 20, 17-28, Lc. 6, 29). Surge también, como medida curativa, la Confesión, en la cual busco reconciliarme conmigo mismo, con Dios y con el hermano, reconociendo que no he cumplido la Norma Suprema de “amar al prójimo, como a mí mismo” (Mc. 12, 30).

Por lo tanto, no hay que tener miedo al poder, a ejercerlo, sí, en sinodalidad: caminando, escuchando y construyendo todos juntos. ¿No es esto la Iglesia, un Cuerpo compuesto por múltiples miembros -todos valiosos e insustituibles? - (cf. 1 Co. 12, 12) Cristo no niega la posibilidad a sus discípulos que tomen la iniciativa y ejerzan el poder para el bien, al contrario, reclama a aquellos que teniéndolo no lo usan para salvar y sanar a sus hermanos (Lc. 13,10-17). Es más, los llama a ser sal, luz y fermento del mundo (Mt. 5, 13-16).

Nuestros hermanos nos necesitan

“Les aseguro que siempre que ustedes lo hicieron con uno de estos mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicieron” (Mt. 25,40)

Los Obispos de la Conferencia Episcopal hacemos un llamado al pueblo costarricense a unirse a la campaña de la Iglesia Católica de América Latina y el Caribe «Juntos por Haití», en solidaridad con ese hermano pueblo.

Los estragos causados por el terremoto magnitud 7,2 son desoladores: más de 2.000 muertos, más de 12.200 personas heridas, 53.000 casas destruidas, cientos de edificaciones de interés público y social, infraestructura y sistemas de servicios vitales. Esto se suma a la crisis de la Covid-19 que nos aflige a todos los países del mundo y a las consecuencias no superadas de pasados desastres por sismos y huracanes. También el flagelo de la pobreza en que vive el 60% de la población y el desabastecimiento de alimentos y combustible, además de una prolongada crisis política. Es sumamente difícil asimilar tanto sufrimiento.

Siempre hemos dado muestras de generosidad en crisis semejantes experimentadas por pueblos hermanos del mundo, y en nuestros propios padecimientos en materia de pobreza, desempleo y afectación de la salud, incrementados por la pandemia de Covid-19 y las recientes inundaciones en varias zonas del país, estos nos mueven a ser solidarios con estos hermanos que están sufriendo todavía más.

En cada Semana Santa, la Iglesia suele leer y meditar los últimos pasajes de los cuatro evangelios que relatan la pasión, crucifixión y muerte de Jesús. Al momento de ser sentenciado en la cruz, Jesús estaba acompañado por dos ladrones, que adquirieron con el paso del tiempo una posible identificación. Pero ¿quiénes fueron estos dos compañeros de suplicio y muerte de Jesús?

La respuesta a esta pregunta ha surgido a partir del teólogo y biblista argentino Ariel Álvarez Valdés, quien ha reinterpretado los escritos de los evangelistas Mateo, Marcos, Lucas y Juan, en un artículo muy interesante llamado “¿Quiénes eran los hombres crucificados con Jesús?” (Enigmas de la Biblia, 17, Editorial San Pablo, Buenos Aires, 2016, pp. 67-75). Y asegura que los malhechores crucificados junto a Jesús, en realidad, eran dos de sus discípulos. En efecto, durante los años que Roma dominó Judea, la crucifixión fue el castigo que los romanos aplicaban exclusivamente a los rebeldes políticos, a los revolucionarios sociales, pero no a los simples ladrones. De hecho, los Evangelios nos los llama así, sino bandidos o malhechores (Mt 27,38.44; Mc 15,27.32b; Lc 23,32.33.39). San Juan no especifica quiénes eran ellos. Solamente habla de “otros dos”, uno a cada lado de Jesús (Jn 19,18)

Esta primera conclusión lleva a la siguiente pregunta: ¿qué relación tenían con Jesús de Nazaret? Porque según los Evangelios, Jesús fue condenado a muerte por perturbador político, rebelde y agitador social. Eso no significa que lo fuera, pero sí que las autoridades romanas lo consideraron como tal (Lc 22,1-2; Jn 19,29-39). El hecho de que sobre su cabeza pusieran un cartel con el motivo de su condena: “El rey de los judíos”, confirma que la causa de su sentencia fue política y no religiosa. Ahora, si los hombres que estaban crucificados a su lado también lo fueron ¿tenían alguna conexión con Jesús? Los Evangelios no los vinculan para nada. Sin embargo, es poco probable que varias personas condenadas el mismo día, a la misma hora, en el mismo lugar, por la misma causa, por el mismo gobernador y con la misma pena, no estén relacionadas.

Cuando los soldados arrestaron a Jesús en el Monte de los Olivos, él se defendió diciendo: “¿Han venido a prenderme con espadas y palos, como si fuera un bandido (en griego ‘lestés’)?” (Mc 14, 48; Mt 26, 55). Es decir que Jesús fue considerado un “lestés”, el mismo título que se utiliza para designar a los dos hombres crucificados con él (Mc 15,27; Mt 27,38). Esto llevó al teólogo Ariel Álvarez Valdés a otra conclusión: los dos condenados debieron de ser discípulos de Jesús, apresados y juzgados por el mismo delito “político”. Por eso terminaron muriendo junto a él.

Además, hay otro detalle que establece el vínculo entre esos dos hombres y Jesús: la manera en que fueron crucificados. Los cuatro evangelios coinciden en que Jesús fue colocado en el medio, mientras que a los otros dos fueron colocados “uno a su derecha y otro a su izquierda” (Mc 15,27; Mt 27,38; Lc 23,33; Jn 19,18). ¿Por qué ubicarlos así?, se pregunta Álvarez Valdés y responde que fue porque Jesús había sido considerado por las autoridades religiosas y civiles de su tiempo, como el líder de los otros dos malhechores que en realidad eran dos de sus discípulos. Otra duda que también responde Álvarez Valdez: ¿Por qué insultaban a Jesús si supuestamente no lo conocían?

Porque seguramente se sintieron desilusionados ante el fracaso de su líder y protestaron indignados: “¿No eres tú el Mesías? Pues sálvate a ti y a nosotros” (Lc 23,39), le recriminó uno de los crucificados. Es decir que no era un delincuente común que no conocía a Jesús, de lo contrario ¿por qué le diría Mesías a Jesús? “Acuérdate de mí cuando vengas en tu Reino”, fue una de las peticiones de uno aquellos crucificados (Lc 23,42). El hombre, entonces, tenía fe en Jesús y creía en sus palabras, estaba convencido de que Jesús era Rey y que tenía el poder suficiente para hacerlo entrar en el Reino de los Cielos.

Queda contestar por qué los Evangelios nunca dijeron que los dos crucificados eran discípulos de Jesús. La respuesta, según Álvarez Valdés, es simple. Entre los primeros cristianos se hizo fuerte la idea de que Jesús había dado su vida por la humanidad y que su muerte en la cruz había sido redentora. En consecuencia, la crucifixión se convirtió en el hecho central de su vida y se le atribuyó un valor único. Jesús muriendo por el Reino junto a sus discípulos, le hacían perder centralidad y exclusividad a su muerte. Sin embargo, el llamado “buen ladrón” es uno de los dos malhechores que, según los Evangelios, fueron crucificados al mismo tiempo que Jesús de Nazaret. En su Evangelio, San Lucas relata que Jesús le dijo a su compañero, durante la crucifixión, que antes de que acabara el día, estaría junto a él en el Paraíso (Lc 23,43).

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