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Sábado, 11 Mayo 2024
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“¡Que locura vivir esta lógica de Dios!”, dice entre risas el joven Andrés Constantino Azofeifa, quien celebra su Ordenación Diaconal este sábado 23 de setiembre, a las 10:00 a.m, en el templo parroquial San Francisco de Asís en Tabarcia de Mora, de donde es oriundo.

Su respuesta al llamado del Señor fue gradual. Desde pequeño experimentó el amor de Dios a través del testimonio de sus padres y hermanos. Con 15 años participó en un retiro kerigmático, que describe como un pozo de cual aun saca agua para refrescarse y reponer fuerzas.

El Papa Francisco recibió a una delegación del Premio Internacional de Periodismo e Información Biagio Agnes,  conocido periodista italiano, protagonista de la Radio Televisión Italiana, RAI, a quien el Papa recuerda como “un defensor de su servicio público, capaz de intervenir con sabiduría y decisión para garantizar una información auténtica y correcta”.

Catequesis en audiencia general, miércoles 28 de junio, 2023.

 

En esta serie de catequesis sobre el celo apostólico, estamos encontrando algunas figuras ejemplares de hombres y mujeres de todo tiempo y lugar, que han dado la vida por el Evangelio. Hoy vamos lejos, a Oceanía, un continente formado por muchísimas islas, grandes y pequeñas. La fe en Cristo, que tantos emigrantes europeos llevaron a esas tierras, echó raíces pronto y dio frutos abundantes.

Entre ellos está una religiosa extraordinaria, santa Mary MacKillop (1842-1909), fundadora de las Hermanas de San José del Sagrado Corazón, que dedicó su vida a la formación intelectual y religiosa de los pobres en la Australia rural.

Todos hemos comenzado la lectura de la Biblia, con el siguiente párrafo del libro del Génesis, que precisamente significa “comienzo” y que reza: “Al principio Dios creó el cielo y la tierra. La tierra era algo informe y vacío, las tinieblas cubrían el abismo, y el soplo de Dios se cernía sobre las aguas” (Gén 1,1-2). Podemos imaginarnos, por un momento, un lugar desértico, nublado, vacío y caótico, sin vida o rastros de ella ¿A qué alude este texto? No solamente a los comienzos de la creación misma, imaginada por los autores sagrados como una especie de desorden original, una forma primordial de caos, que la acción de Dios ordena con el poder de su palabra, para convertirla en un mundo pleno de sentido. La palabra abismo describe el vacío absoluto anterior a la creación y el soplo de Dios, como vimos, es su espíritu, soplo o aliento en su función creadora, junto a su palabra.

Pero también esta situación de caos, de tiniebla, vacío y de confusión abismal, puede referirse a la situación del pueblo judío en Babilonia, cuando fue desterrado en el año 587 a. C. al mando del rey caldeo llamado Nabucodonosor. Una prueba durísima para Israel. Los judíos de aquel entonces perdieron su tierra y su patria, su templo sagrado en Jerusalén, arrasado y quemado, el rey y sus habitantes deportados y aparentemente su Dios, llamado Yahvé, vencido por los dioses de Babilonia, plasmados en sus ídolos (ver 2 Rey 25,8-12 y Sal 137, al que podemos llamar “la balada del desterrado”). Los únicos que quedaron al frente del pueblo fueron los sacerdotes, quienes redactaron este bellísimo poema de Gén 1,1-2, 4ª (comenzando por Gén 1,1-2), con el fin de consolar al pueblo de Dios, que atravesaba una terrible crisis existencial y como pueblo, triste y “acabangado” como decimos, derrotado y deprimido, para poder así reafirmar su fe y su nuevo destino: el regreso a su tierra (ver Sal 126; Esd 1,1-11; Jer 11,11-12).

Veamos lo que estos primeros versículos pretenden enseñar: “En el principio”, alude no solamente al comienzo del universo mismo (cielo y tierra), sino al fundamento del pueblo desterrado y ese fundamento es Dios que lo sostiene en sus manos amorosas. “Creó Dios el cielo y la tierra”, no solamente en el sentido que entendemos de hacer existir lo que no existía, sino también que Dios como Creador crea a Israel, haciéndolo surgir del caos de su situación (ver Is 43,15-15), liberándolo de su cautiverio y dándole una nueva vida y sentido a su existencia.

La tierra era algo informe y vacío, las tinieblas cubrían el abismo, y el soplo de Dios se cernía sobre las aguas… No es solamente la situación de un mundo inicial, caótico y confuso, sino la terrible situación o vivencia de un pueblo como el judío, tentado a caer en la idolatría pagana allá en Babilonia, expresada en el texto como “soledad” (en hebreo “tohu”), “caos” (en hebreo “bohu”), y “abismo” (en hebreo “tehom”).  Los ídolos que apartan al pueblo de la comunión con Dios, son, según la Biblia, vacío, soledad e inutilidad (tohu). Ver I Sam 12,21; Is 34,11; Jer 4,23.  Los sacerdotes judíos que escribieron esta primera narración de la creación percibían la tierra, especialmente la comunidad desterrada, sostenida en las malas manos de los ídolos, expresados como soledad (tohu), caos (bohu) y abismo (tehom). 

Pero Dios quería recrear o hacer de nuevo a su pueblo elegido, rescatándolo y liberándolo, expresado en un verbo hebreo “bereshit”, que precisamente significa “crear” (ver Gén 1,1). En efecto, los sacerdotes desterrados con su pueblo, cuidaron para que el pequeño resto de Judá mantuviera la fidelidad al Señor, se reuniera en sus casas para rezar, celebrar el sábado y practicar la circuncisión de sus varones como el signo externo de la identidad judía. Dios no abandona a quienes ha llamado, pues en el año 538 a. C., Ciro el Grande, rey de medos y persas, conquistó Babilonia y permitió a los judíos volver a Jerusalén (ver Is 41,1-5; 2 Crón 36,22-24; Esd 1).

Mirábamos cómo “el soplo de Dios se cernía o aleteaba sobre la superficie de las aguas”. Bella y expresiva imagen que también encontramos en Dt 32,10-11; Éx 19, 4 y Ap 12,14, además del texto que estamos viendo de Gén 1,2 y que significa un especial cuidado y protección de Dios, en este caso, de su pueblo elegido. Los sacerdotes redactores del pasaje que estando viendo, muestran en este poema cómo el mundo e Israel, pese a su pecado, cuentan con el auxilio del Señor, pues el espíritu de Dios sigue aleteando sobre las aguas.

“Monseñor: Hace pocos días que me enteré de que nuestro Papa Francisco ha publicado un documento acerca de Blas Pascal. Quedé sorprendido y me preguntaba, qué motivo habría para que el Papa le concediera tanta importancia. Lo sé, que se me podrá acusar de “ignorante”, sin embargo, me parece que hay muchos otros problemas que merecen ser atendidos y que es mucho el trabajo del Papa para que conceda su tiempo a alguien que a lo mejor es conocido sólo por expertos.

¿Qué me dice, Monseñor? ¿Estaré yo molestando con mis observaciones?”.

Adrián Sosa M. - San José

 

Estimado don Adrián, ya son muchos años que intento ofrecer este servicio de contestar  y aclarar las más variadas dudas, inquietudes y sorprendentes comentarios. Y como ya lo he hecho notar en otras ocasiones, todo ha sido para mí una oportunidad para ampliar mis lecturas, para investigar y, así comunicarme con los interesados de un modo suficientemente claro y respetuoso. Aquí estoy, pues, estimado don Adrián para servirle.

En esta ocasión no me resulta en absoluto difícil, contestarle, ni necesito mucha investigación… Blas Pascal es una de esas personas que, una vez que alguien la conoce, ya no la olvida y se siente impulsado a conocerla más y a entrar  -en la medida de lo posible- en su mundo realmente fascinador.

Él nació el 19 de junio de 1623, hace pues, 400 años, y esa es la circunstancia que ha motivado la publicación de la Carta Apostólica Sublimitas et miseria hominis (Sublimidad y miseria del ser humano) de nuestro Santo Padre. La expresión es del mismo Pascal, y la usa para referirse al ser humano: “admirable y miserable” o también “caña que piensa”, pero a la vez “caña muy frágil”.

Él murió joven, a los 39 años (1662), víctima de un cáncer gástrico (y alguno piensa que éste haya sido favorecido por su vida demasiado austera) y, sin embargo, tuvo “tiempo para dejar huellas imborrables en todos los campos del saber en que aplicó su asombrosa inteligencia: fue un matemático, físico, filósofo, teólogo católico (aunque con tendencia hacia cierto rigorismo), apologista, además de haber logrado un lugar muy destacado en la literatura francesa.

Por muchos aspectos nos resulta “nuestro contemporáneo” en cuanto que, después de haber aportado mucho al desarrollo y al avance de las matemáticas y de las ciencias empíricas, reconoce y proclama con toda valentía, que el ser humano no puede dejarse guiar sólo por la razón que busca lo útil y placentero. Ésta, la razón, de hecho le lleva al ser humano a enredarse en una atmósfera de preguntas que quedan sin respuesta… Además de la razón, el ser humano está llamado a abrirse y acoger las “razones del corazón”, que tienen una posible respuesta sólo por la fe y la gracia de Dios.

En el otoño de 1654 y, concretamente el 23 de noviembre, tuvo una inesperada y transformadora experiencia religiosa que le confirmó definitivamente que el ser humano puede imponerse a la angustia que constantemente le invade, sólo por Dios y en Dios. En aquella ocasión, escribió un muy recordado Memorial que acostumbraba a llevarlo cosido a su ropa sobre su pecho. En él se lee: “Fuego, Noche de Fuego…¡Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob, no el de los filósofos y de los sabios… el Dios de Jesucristo; sólo por los caminos que enseña el Evangelio, se le puede hallar!”.

Desde entonces, Pascal se retiró de la sociedad parisina que antes frecuentaba, para dedicarse por completo a su intensa vida cristiana, visitando con mayor frecuencia a su hermana Jaqueline, monja en el famoso monasterio de Port-Royal. Sin dejar completamente los estudios matemáticos y científicos, se fue comprometiendo más a fondo en los estudios de filosofía y teología, proyectando, además, una voluminosa obra de apologética en defensa del cristianismo, de la que nos quedaron los Pensées (Pensamientos)  publicados después de su muerte.

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