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Jueves, 09 Mayo 2024
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¿Qué puede aportar hoy la “sinodalidad” a la Iglesia y al mundo?

En los últimos días, mucho se ha escuchado sobre “sinodalidad” en la Iglesia. Pero, ¿qué significa “sínodo”? El griego “σύνοδος” refiere a una reunión, asamblea y encuentro. A su vez, “σύν” + “οδος” expresa un camino junto: a las vías reunidas.

Es innegable el fin de la cristiandad, en donde todos, más o menos, eran creyentes y concebían al hombre y al mundo, desde una visión cristiana. Hoy no, incluso, a lo interno de la Iglesia, existen múltiples proyectos e interpretaciones, por lo que re-unirse y juntar los caminos es impostergable.

Idealmente, una sociedad democrática estaría basada en la libertad, la fraternidad y la igualdad, como una “poliarquía”, es decir, una sociedad con múltiples poderes que interactúan entre sí -tal cual afirma Robert Dahl-. Esta democracia es regida por el principio de “tolerancia”, el cual busca evitar, en sí, la guerra y, por el que “respeto para que me respeten”, en momentos sin interactuar con el otro. Además, en caso de conflicto, la ley y el Estado me protegen del “otro” -como afirmaba Hobbes con su “Leviatán”-. Por supuesto, todo se desarrolla sin contar con una norma u obligación concreta de Amor o comunión, como sí sucede con la Iglesia y la sinodalidad.

Por lo tanto, se puede decir que la sinodalidad es el régimen político de la Iglesia y no así la democracia. La sinodalidad nos pone uno al lado del otro, en igualdad de oportunidades, valor y dignidad. Permite que mis iniciativas sean consideradas como valiosas, dignas de ser tomadas en cuenta, para discernir y construir juntos una vía común en diálogo. Esto es posible, desde la humildad y la verdad, producto de un encuentro con Cristo y no como un simple populismo democrático.

Ante dicha realidad, a la hora de tomar decisiones, surgen dos posibilidades: 1) el imponerse y dominar o 2) la sinodalidad y sus consecuencias prácticas. El Evangelio nos advierte que los discípulos de Cristo no han de actuar con el dominio, al contrario, a la hora de resolver conflictos, utilizarán medidas preventivas, como un auténtico diálogo -que escucha, respeta, propone y construye- o medidas curativas, como la corrección fraterna -en la cual, ciertamente, se ha de perdonar, orar y poner la otra mejilla- (cf. Mc. 10, 35-45, Mt. 20, 17-28, Lc. 6, 29). Surge también, como medida curativa, la Confesión, en la cual busco reconciliarme conmigo mismo, con Dios y con el hermano, reconociendo que no he cumplido la Norma Suprema de “amar al prójimo, como a mí mismo” (Mc. 12, 30).

Por lo tanto, no hay que tener miedo al poder, a ejercerlo, sí, en sinodalidad: caminando, escuchando y construyendo todos juntos. ¿No es esto la Iglesia, un Cuerpo compuesto por múltiples miembros -todos valiosos e insustituibles? - (cf. 1 Co. 12, 12) Cristo no niega la posibilidad a sus discípulos que tomen la iniciativa y ejerzan el poder para el bien, al contrario, reclama a aquellos que teniéndolo no lo usan para salvar y sanar a sus hermanos (Lc. 13,10-17). Es más, los llama a ser sal, luz y fermento del mundo (Mt. 5, 13-16).

Nuestros hermanos nos necesitan

“Les aseguro que siempre que ustedes lo hicieron con uno de estos mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicieron” (Mt. 25,40)

Los Obispos de la Conferencia Episcopal hacemos un llamado al pueblo costarricense a unirse a la campaña de la Iglesia Católica de América Latina y el Caribe «Juntos por Haití», en solidaridad con ese hermano pueblo.

Los estragos causados por el terremoto magnitud 7,2 son desoladores: más de 2.000 muertos, más de 12.200 personas heridas, 53.000 casas destruidas, cientos de edificaciones de interés público y social, infraestructura y sistemas de servicios vitales. Esto se suma a la crisis de la Covid-19 que nos aflige a todos los países del mundo y a las consecuencias no superadas de pasados desastres por sismos y huracanes. También el flagelo de la pobreza en que vive el 60% de la población y el desabastecimiento de alimentos y combustible, además de una prolongada crisis política. Es sumamente difícil asimilar tanto sufrimiento.

Siempre hemos dado muestras de generosidad en crisis semejantes experimentadas por pueblos hermanos del mundo, y en nuestros propios padecimientos en materia de pobreza, desempleo y afectación de la salud, incrementados por la pandemia de Covid-19 y las recientes inundaciones en varias zonas del país, estos nos mueven a ser solidarios con estos hermanos que están sufriendo todavía más.

En cada Semana Santa, la Iglesia suele leer y meditar los últimos pasajes de los cuatro evangelios que relatan la pasión, crucifixión y muerte de Jesús. Al momento de ser sentenciado en la cruz, Jesús estaba acompañado por dos ladrones, que adquirieron con el paso del tiempo una posible identificación. Pero ¿quiénes fueron estos dos compañeros de suplicio y muerte de Jesús?

La respuesta a esta pregunta ha surgido a partir del teólogo y biblista argentino Ariel Álvarez Valdés, quien ha reinterpretado los escritos de los evangelistas Mateo, Marcos, Lucas y Juan, en un artículo muy interesante llamado “¿Quiénes eran los hombres crucificados con Jesús?” (Enigmas de la Biblia, 17, Editorial San Pablo, Buenos Aires, 2016, pp. 67-75). Y asegura que los malhechores crucificados junto a Jesús, en realidad, eran dos de sus discípulos. En efecto, durante los años que Roma dominó Judea, la crucifixión fue el castigo que los romanos aplicaban exclusivamente a los rebeldes políticos, a los revolucionarios sociales, pero no a los simples ladrones. De hecho, los Evangelios nos los llama así, sino bandidos o malhechores (Mt 27,38.44; Mc 15,27.32b; Lc 23,32.33.39). San Juan no especifica quiénes eran ellos. Solamente habla de “otros dos”, uno a cada lado de Jesús (Jn 19,18)

Esta primera conclusión lleva a la siguiente pregunta: ¿qué relación tenían con Jesús de Nazaret? Porque según los Evangelios, Jesús fue condenado a muerte por perturbador político, rebelde y agitador social. Eso no significa que lo fuera, pero sí que las autoridades romanas lo consideraron como tal (Lc 22,1-2; Jn 19,29-39). El hecho de que sobre su cabeza pusieran un cartel con el motivo de su condena: “El rey de los judíos”, confirma que la causa de su sentencia fue política y no religiosa. Ahora, si los hombres que estaban crucificados a su lado también lo fueron ¿tenían alguna conexión con Jesús? Los Evangelios no los vinculan para nada. Sin embargo, es poco probable que varias personas condenadas el mismo día, a la misma hora, en el mismo lugar, por la misma causa, por el mismo gobernador y con la misma pena, no estén relacionadas.

Cuando los soldados arrestaron a Jesús en el Monte de los Olivos, él se defendió diciendo: “¿Han venido a prenderme con espadas y palos, como si fuera un bandido (en griego ‘lestés’)?” (Mc 14, 48; Mt 26, 55). Es decir que Jesús fue considerado un “lestés”, el mismo título que se utiliza para designar a los dos hombres crucificados con él (Mc 15,27; Mt 27,38). Esto llevó al teólogo Ariel Álvarez Valdés a otra conclusión: los dos condenados debieron de ser discípulos de Jesús, apresados y juzgados por el mismo delito “político”. Por eso terminaron muriendo junto a él.

Además, hay otro detalle que establece el vínculo entre esos dos hombres y Jesús: la manera en que fueron crucificados. Los cuatro evangelios coinciden en que Jesús fue colocado en el medio, mientras que a los otros dos fueron colocados “uno a su derecha y otro a su izquierda” (Mc 15,27; Mt 27,38; Lc 23,33; Jn 19,18). ¿Por qué ubicarlos así?, se pregunta Álvarez Valdés y responde que fue porque Jesús había sido considerado por las autoridades religiosas y civiles de su tiempo, como el líder de los otros dos malhechores que en realidad eran dos de sus discípulos. Otra duda que también responde Álvarez Valdez: ¿Por qué insultaban a Jesús si supuestamente no lo conocían?

Porque seguramente se sintieron desilusionados ante el fracaso de su líder y protestaron indignados: “¿No eres tú el Mesías? Pues sálvate a ti y a nosotros” (Lc 23,39), le recriminó uno de los crucificados. Es decir que no era un delincuente común que no conocía a Jesús, de lo contrario ¿por qué le diría Mesías a Jesús? “Acuérdate de mí cuando vengas en tu Reino”, fue una de las peticiones de uno aquellos crucificados (Lc 23,42). El hombre, entonces, tenía fe en Jesús y creía en sus palabras, estaba convencido de que Jesús era Rey y que tenía el poder suficiente para hacerlo entrar en el Reino de los Cielos.

Queda contestar por qué los Evangelios nunca dijeron que los dos crucificados eran discípulos de Jesús. La respuesta, según Álvarez Valdés, es simple. Entre los primeros cristianos se hizo fuerte la idea de que Jesús había dado su vida por la humanidad y que su muerte en la cruz había sido redentora. En consecuencia, la crucifixión se convirtió en el hecho central de su vida y se le atribuyó un valor único. Jesús muriendo por el Reino junto a sus discípulos, le hacían perder centralidad y exclusividad a su muerte. Sin embargo, el llamado “buen ladrón” es uno de los dos malhechores que, según los Evangelios, fueron crucificados al mismo tiempo que Jesús de Nazaret. En su Evangelio, San Lucas relata que Jesús le dijo a su compañero, durante la crucifixión, que antes de que acabara el día, estaría junto a él en el Paraíso (Lc 23,43).

“Monseñor, entre mis compañeros he conocido a uno que se dice budista. Yo lo aprecio, se le ve honesto y respetuoso. ¿Me puede decir cómo nuestra Iglesia considera el budismo? ¿Puedo yo compartir alguna propuesta e idea de este compañero? Que Dios le pague su atención”.

Estudiante universitario - San José

 

El Budismo es una religión histórica y, de ese modo, se distingue de otras, como el hinduismo, que no tiene un fundador ni una fecha de su comienzo. Pues hacia el año 525 antes de Jesucristo, cuando Budha Sakyamuni empezó a predicar su doctrina tras haber conocido lo que él mismo llamó el “Despertar”.

En su tiempo, los hombres particularmente cultos del norte de India se enfrentaban con múltiples interrogantes que, aunque en distinta medida, son de todos los tiempos. He aquí unos ejemplos: el mundo, ¿es finito o infinito, eterno o de duración limitada? Y el hombre, ¿es temporal o dura para siempre? El mundo y el hombre, ¿han sido creados por algún ser superior o son increados? ¿Podemos alcanzar conocimientos seguros o no? Después de la muerte, ¿el espíritu humano pervive o se corrompe como el cuerpo?

Buda (que significa el Iluminado) experimentó profundamente que pretender dar respuestas a tales preguntas, sólo causa sufrimiento, por la imposibilidad de llegar a conclusiones ciertas y seguras, como, por otra parte, causa sufrimiento el dejarse llevar por los deseos del tipo que sean. A su vez, esta extraordinaria “iluminación” le llevó a formular cuatro fundamentales verdades.

1ª: La verdadera realidad es el dolor; el nacimiento es dolor, la vejez y la muerte lo son también… la vida toda es dolor.

2ª: La causa del dolor es el deseo, entendido como tensión hacia el placer, como el anhelo de felicidad en la vida presente o en la futura.

3ª: La necesidad de suprimir y negar el deseo, para así suprimir o al menos disminuir el dolor. Hay que encaminarse hacia la aniquilación del deseo.

4ª: El camino para llegar a esa meta tan exigente, es gradual y debe manifestarse ante todo en la rectitud, que consiste fundamentalmente en no matar, no adulterar, no robar, no mentir, no tomar bebidas alcohólicas; en segundo lugar, en la meditación, entendida como máxima concentración interior y como vaciamiento de todo contenido mental y como silenciamiento de toda emoción. En tercer lugar, se llegaría así a la sabiduría que consistiría en el hecho misterioso con el cual el alma individual queda como absorbida o diluida en el alma universal, o lo que es lo mismo, con el Todo.

Como podemos apreciar, por esta breve exposición, el budismo así entendido, más que una religión, corresponde a una concepción o visión de la vida y de la realidad, es decir, sería más bien una filosofía.

Sin embargo, el budismo es considerado y practicado también como religión, integrando con frecuencia, elementos de otras religiones. En tal caso, el budismo se apoya en la concepción de lo Divino que se identificaría con toda la realidad en que ésta queda como identificada con la Divinidad. Se trataría de un vago “panteísmo” en que todo es proclamado como divino.

Es de ahí que se deriva esa serie de preceptos muy positivos que caracteriza la propuesta budista, como son la renuncia, la mansedumbre, el perdón, la tolerancia, la hermandad universal y, especialmente, la compasión, entendida como participación en el dolor ajeno y que, a la vez, lo invade todo.

Han sido esos valores tan positivos que han cooperado a “romper”, o al menos a “debilitar” la barrera que el hinduismo tradicional había ido justificando, entre las varias castas, en India. Se llegó así, con sorpresa, a establecer el budismo como religión oficial en aquel país, allá por el siglo III antes de Jesucristo y, entonces, elevando poco a poco, al mismo Buda a la categoría de “divinidad” o, al menos, de un ser superior. Más tarde, particularmente, por las persecuciones de parte del islamismo, el budismo fue decayendo en India, pero a la vez fue difundiéndose en China, en Corea, en Japón (mezclándose con el Shintoísmo, religión propia de Japón). Desde el siglo VII después de Cristo, fue floreciendo en el Tíbet, en donde, hasta hoy en día, se presenta fuerte y jerárquicamente organizado. Todos hemos oído hablar del Dalai Lama, su máxima autoridad.

Si admiramos las propuestas morales del budismo, a la vez lamentamos el doloroso sentido de orfandad que lo caracteriza, debido a la ausencia del Dios Creador y Padre, que lo trasciende todo, pero que nos piensa y nos ama, nos perdona y que nos ha destinado a “estar con Él”, eternamente, en donde no hay lágrimas, ni dolor, ni muerte. Mientras que el cristianismo se presenta como camino a la Plenitud de vida personal, el budismo es camino orientado a fomentar y posibilitar la disolución de la vida personal en el Todo… Un día, hace ya años, un experto del budismo que había vivido con los budistas pasando tiempo en alguno de sus monasterios, con tono triste me dijo: “¡Y tanta exigencia, en el budismo… y todo es… para nada!”.

 

 

Mensaje de la Comisión Nacional de Pastoral Familiar a la Persona Viuda en ocasión del Día Internacional de las Viudas.

 “La muerte es una experiencia que toca a todas las familias, sin excepción. Forma parte de la vida; sin embargo, cuando toca los afectos familiares, la muerte nunca nos parece natural.”1

 

Desde la ONU se celebra el 23 de junio el Día Internacional de las Viudas consiente de que, para muchas mujeres, la devastadora pérdida de su pareja se ve magnificada por una lucha a largo plazo por sus derechos básicos y su dignidad. Este ha sido el mismo sentir presente en la Sagrada Escritura que ya desde el Antiguo Testamento pide al pueblo creyente velar por el cuidado de la viuda y de sus hijos.

El Señor mismo las sustenta (cf. Sal 146,9), les rinde su justicia (Cf. Ex 22, 21; Dt 10, 18) y escucha sus súplicas cuando se lamentan (Cf. Si 35,17). Sus opresores (Ez 22, 8) y los que no cumplen con su deber hacia ellas (Jb 24, 21; Is 10, 1-2) merecen castigo. En el Evangelio también notamos un particular aprecio del Señor Jesús por las viudas “¿Quién no se acuerda del gesto de compasión y de ternura del Señor para con la viuda de Naím, a la que devolvió vivo a su hijo que acababa de morir? (cf. Lc 7, 11-15), ¿o la mirada llena de admiración de Cristo a la generosidad de la pobre viuda (cf. Lc 21, 1-4)? Y ya en los inicios de la Iglesia la preocupación por la atención a las mujeres viudas se hace notar (cf. Hch 6, 1). Esta atención a las viudas en las diferentes comunidades cristianas ha sido percibida siempre como un ejercicio particular de la caridad evangélica, dado que estas mujeres vivían una realidad humana y espiritual profundamente marcada por el misterio de la cruz.”2

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