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Viernes, 26 Abril 2024
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“Monseñor: Le escuché a usted en varias ocasiones y le agradezco las luces que siempre nos ha ofrecido. Recuerdo que en el desarrollo de un tema, de paso usted no mostró simpatía, para decirlo de algún modo, hacia las oraciones de liberación de las cadenas generacionales. He tenido la oportunidad de leer algún texto del Padre Fortea al respecto. Todo me resultó útil, pero le pido a usted, Monseñor, su aclaración y se lo agradezco, con la certeza  de que me va a ser de mucho provecho, como también a los lectores del Eco”.

Alejandro Ramírez A. - Heredia

 

Estimado don Alejandro: Desde hace unos sesenta años, más o menos, ha ido difundiéndose en ambientes religiosos, primero entre los no católicos, y luego también entre los católicos, la idea de “ataduras generacionales” o de “maldiciones intergeneracionales” o, simplemente de “cadenas generacionales”. No se encuentra una única descripción o definición de lo que se deba entender con tales expresiones. Sin embargo, con ellas, se quiere afirmar que hay algo más bien indefinible, que provoca en muchos de nosotros, enfermedades, depresiones, tentaciones de suicidio, ruinas económicas, fracasos matrimoniales, alcoholismo, adicciones varias, etc., etc. Y que ese algo, esa fuerza negativa y devastadora tiene su raíz o causa en los pecados de los padres o de los abuelos e inclusive, más allá, en pasadas generaciones de la familia.

Yo mismo he recibido en varias ocasiones, largas oraciones e invitaciones a ritos y gestos, publicadas con la aprobación de algún sacerdote, y todo afirmado como medio eficaz para romper esas cadenas y, deshacerse así, de las supuestas ataduras que se transmiten de generación en generación.

Entre los varios textos bíblicos citados para sostener la existencia de esas supuestas ataduras o “maldiciones”, los más referidos son dos del libro del Éxodo: “Yo Yahvé, tu Dios, soy un Dios celoso, que castigo la iniquidad de los padres en los hijos hasta la tercera y cuarta generación” (20, 5).

“Dios misericordioso y clemente, tardo a la ira y rico en el amor que mantiene su amor por millares, que perdona la iniquidad, la rebeldía y el pecado, pero no los deja impunes, que castiga la iniquidad de los padres en los hijos y en los hijos de los hijos hasta la tercera y cuarta generación” (34, 7).

Sin embargo, hay que leer esos textos y otros semejantes teniendo presente un criterio de máxima importancia. De hecho quien utiliza esos textos para justificar la supuesta existencia de “ataduras intergeneracionales”, olvida lo que, con toda claridad, afirma el Concilio Vaticano II acerca de la Revelación, en su constitución dogmática Dei Verbum (Palabra de Dios). En ella se reconoce y se nos invita a tenerlo bien presente, que la Revelación ha sido progresiva, a saber, se dio por etapas, según una sabia pedagogía divina. La revelación culmina en Jesús… Los textos del Éxodo que acabamos de recordar, no hay asumirlos, pues, en sentido absoluto, sino que ellos refieren lo que el Autor Sagrado pensaba y creía en su época. Con ellos el Autor se refería a una imagen de Dios justo retribuidor. Y esto no nos debe sorprender: Dios como sabio Maestro, siempre ha ido “adaptándose” a lo que el hombre pueda ir comprendiendo en su época y con su particular cultura para llevarlo poco a poco, progresivamente, a la plena verdad.

Nos estamos refiriendo a lo que los Padres de la Iglesia llamaban “condescendencia divina”. Encontramos la prueba de esta afirmación en la misma Sagrada Escritura. Por ejemplo, el profeta Ezequiel, quien insiste particularmente en la responsabilidad personal, afirma con extrema claridad: “Éste [el hijo que vive correctamente] no morirá por la culpa de su padre y sin duda vivirá” (18, 17). “El hijo no cargará con la culpa de su padre, ni el padre con la culpa de su hijo” (18, 20). No se trata de afirmaciones que contradigan los textos anteriormente citados del libro del Éxodo, sino, que se da  “un paso adelante” en la comprensión de la Revelación. Este paso ha quedado confirmado también por el profeta Jeremías en el capítulo 31, 29-30, en que leemos: “Cada uno por su culpa morirá; quien quiera que coma el agras, tendrá la dentera” es decir, deberá asumir las consecuencias de sus pecados; él, no su hijo ni su padre.

La luz plena sobre este punto, nos viene del mismo Jesús. Cuando Él y sus apóstoles se encontraron con un ciego de nacimiento, ellos le preguntaron: “Maestro, ¿quién pecó, él o sus padres, para que haya nacido ciego? Respondió Jesús; “Ni él ni sus padres” (Jn 9, 1-3).

“Desde niño, siempre me llamaron mucho la atención los confesionarios. Los tiempos cambian y también la Iglesia quiere actualizarse. Sin embargo, personalmente creo que el confesionario tradicional facilita una mayor discreción y así asegura un mayor respeto ya del penitente como del confesor… Con el tiempo se introdujo el cambio dejando el uso del confesionario para así tener una manera más cercana y que propicie el abrir la propia conciencia. Sin embargo, personalmente, pienso que el encontrarse frente a frente podría no facilitar la confesión completa de todos los pecados y faltas cometidas. La clara separación que exige el confesionario asegura más fácilmente superar la posible vergüenza para abrir del todo la propia conciencia y comunicar inclusive los pecados que más vergüenza nos pueden causar. Monseñor, resulta pues claro que personalmente preferiría el uso de los confesionarios. Me va a ser de utilidad conocer su punto de vista”. 

Juan Carlos Carvajal A. - Heredia. 

 

Estimado Don Juan Carlos: Como puede apreciar, me he permitido resumir su correo, pero su contenido resulta suficientemente claro y con gusto paso a contestarle. 

El Concilio Vaticano II (1962-1965), con la Constitución sobre la Liturgia, propone algunos criterios de reforma en la celebración de los Sacramentos y entonces también acerca del Sacramento de la Penitencia (Confesión). Cuanto al lugar de donde celebrar este Sacramento, encontramos las siguientes prescripciones en el Nuevo Código de Derecho Canónico o Ley Universal de la Iglesia, publicado en 1983 y en que se integran las indicaciones del mismo Concilio Vaticano II. En el canon o ley n. 964 leemos lo siguiente: “El lugar propio para recibir las confesiones sacramentales es la Iglesia (templo) o el Oratorio”. Y en el párrafo segundo del mismo canon, se añade: “Cuanto a la sede para las confesiones, las normas deben ser establecidas por la Conferencia Episcopal, asegurando sin embargo que los confesionarios se establezcan en un lugar visible, tengan una reja fija entre el penitente y el confesor, así que los fieles que lo desean puedan libremente usar el confesionario”. 

El canon concluye con el párrafo tercero añadiendo: “No se reciban las confesiones afuera del confesionario si no es por una justa razón”. 

Como podemos constatar, estimado Don Juan Carlos, la Ley Universal de la Iglesia (Derecho Canónico), después de haber recordado el criterio general, según el cual las confesiones deben ser escuchadas en el templo o en el oratorio, deja a cada Conferencia Episcopal establecer otros detalles útiles y convenientes acerca de la sede en donde escucharlas… Constatamos que esta norma ha podido orientar y sugerir varias soluciones. Una de las más comunes ha consistido en “adaptar” un cuarto, no muy amplio, en el fondo del templo o en su parte lateral, en que se halla un confesionario de tipo tradicional, como lo describe el mismo canon en su párrafo segundo, y una silla destinada al penitente, y separada por una pequeña mesa, del sacerdote confesor. De ese modo, se ha querido asegurar la libertad del penitente. El que entra y pide confesarse puede escoger acercarse al confesionario o sentarse frente al confesor. 

“Monseñor: Hace poco hemos celebrado la fiesta de los santos Pedro y Pablo. Como siempre, en la homilía, el sacerdote ha hecho referencia a san Pablo como al Apóstol de las gentes y a sus numerosos viajes misioneros… Creo que no he sido el único en preguntarme, ¿y cuáles han sido esos viajes misioneros? Es frecuente escuchar a los sacerdotes predicándonos como si nosotros conociéramos lo que ellos, por sus largos años de estudio, conocen. Mucho le agradezco, Monseñor, si tiene la bondad de satisfacer mi curiosidad”. 

Esteban Vega L. – Cartago

 

Estimado Esteban, comprendo su inquietud que nos hace constatar, otra vez más, que no es nada fácil preparar y ofrecer una adecuada homilía. Nuestro Papa Francisco, en varias ocasiones, nos ha hablado del deber de prepararla con esmero y llegó a decir que algunas homilías son “un desastre”.

Por otra parte, nos ha dicho que las homilías no deben ser… largas. ¿Cómo pues, en pocos minutos, poder ofrecer a nuestros fieles un mensaje “sustancioso”, claro, que refleje los intereses de los oyentes y que alcance la mente y el corazón de nuestros fieles?

Si a todos los que presiden nuestras liturgias, les animamos pues, a que acojan con humildad y compromiso, las exhortaciones del Papa Francisco, a nuestros fieles, les decimos que no se conformen sólo con las homilías para conocer y profundizar en el conocimiento y en la práctica de nuestra doctrina cristiana. 

Y volvamos ahora a san Pablo y sus viajes. Las necesarias informaciones acerca de la vida y de la actividad misionera de este gran Apóstol, están contenidas en los Hechos de los Apóstoles y en las Cartas por él escritas. 

“Monseñor: Hace pocos días que me enteré de que nuestro Papa Francisco ha publicado un documento acerca de Blas Pascal. Quedé sorprendido y me preguntaba, qué motivo habría para que el Papa le concediera tanta importancia. Lo sé, que se me podrá acusar de “ignorante”, sin embargo, me parece que hay muchos otros problemas que merecen ser atendidos y que es mucho el trabajo del Papa para que conceda su tiempo a alguien que a lo mejor es conocido sólo por expertos.

¿Qué me dice, Monseñor? ¿Estaré yo molestando con mis observaciones?”.

Adrián Sosa M. - San José

 

Estimado don Adrián, ya son muchos años que intento ofrecer este servicio de contestar  y aclarar las más variadas dudas, inquietudes y sorprendentes comentarios. Y como ya lo he hecho notar en otras ocasiones, todo ha sido para mí una oportunidad para ampliar mis lecturas, para investigar y, así comunicarme con los interesados de un modo suficientemente claro y respetuoso. Aquí estoy, pues, estimado don Adrián para servirle.

En esta ocasión no me resulta en absoluto difícil, contestarle, ni necesito mucha investigación… Blas Pascal es una de esas personas que, una vez que alguien la conoce, ya no la olvida y se siente impulsado a conocerla más y a entrar  -en la medida de lo posible- en su mundo realmente fascinador.

Él nació el 19 de junio de 1623, hace pues, 400 años, y esa es la circunstancia que ha motivado la publicación de la Carta Apostólica Sublimitas et miseria hominis (Sublimidad y miseria del ser humano) de nuestro Santo Padre. La expresión es del mismo Pascal, y la usa para referirse al ser humano: “admirable y miserable” o también “caña que piensa”, pero a la vez “caña muy frágil”.

Él murió joven, a los 39 años (1662), víctima de un cáncer gástrico (y alguno piensa que éste haya sido favorecido por su vida demasiado austera) y, sin embargo, tuvo “tiempo para dejar huellas imborrables en todos los campos del saber en que aplicó su asombrosa inteligencia: fue un matemático, físico, filósofo, teólogo católico (aunque con tendencia hacia cierto rigorismo), apologista, además de haber logrado un lugar muy destacado en la literatura francesa.

Por muchos aspectos nos resulta “nuestro contemporáneo” en cuanto que, después de haber aportado mucho al desarrollo y al avance de las matemáticas y de las ciencias empíricas, reconoce y proclama con toda valentía, que el ser humano no puede dejarse guiar sólo por la razón que busca lo útil y placentero. Ésta, la razón, de hecho le lleva al ser humano a enredarse en una atmósfera de preguntas que quedan sin respuesta… Además de la razón, el ser humano está llamado a abrirse y acoger las “razones del corazón”, que tienen una posible respuesta sólo por la fe y la gracia de Dios.

En el otoño de 1654 y, concretamente el 23 de noviembre, tuvo una inesperada y transformadora experiencia religiosa que le confirmó definitivamente que el ser humano puede imponerse a la angustia que constantemente le invade, sólo por Dios y en Dios. En aquella ocasión, escribió un muy recordado Memorial que acostumbraba a llevarlo cosido a su ropa sobre su pecho. En él se lee: “Fuego, Noche de Fuego…¡Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob, no el de los filósofos y de los sabios… el Dios de Jesucristo; sólo por los caminos que enseña el Evangelio, se le puede hallar!”.

Desde entonces, Pascal se retiró de la sociedad parisina que antes frecuentaba, para dedicarse por completo a su intensa vida cristiana, visitando con mayor frecuencia a su hermana Jaqueline, monja en el famoso monasterio de Port-Royal. Sin dejar completamente los estudios matemáticos y científicos, se fue comprometiendo más a fondo en los estudios de filosofía y teología, proyectando, además, una voluminosa obra de apologética en defensa del cristianismo, de la que nos quedaron los Pensées (Pensamientos)  publicados después de su muerte.

“Tengo una compañera que en varias ocasiones me ha comentado que ella cree en Dios, que le pide perdón cuando ha fallado en algo y que pide su ayuda y su protección para ella misma y su familia. Me dice que ha llegado a esa conclusión después de haber visto que también en Costa Rica hay varias religiones, varias sectas, que se dicen cristianas y que todos sus jefes o responsables buscan sus intereses, sobre todo de tipo económico. Es por eso que ella prefiere no pertenecer a ninguna religión, pero sin renunciar jamás de pedir a Dios y a ser justa con el prójimo. Algo le comento a esa amiga mía y le animo a que pida luz al Señor para encontrar el camino correcto, sin embargo, Monseñor, me será de mucha utilidad  lo que usted me quiera decir y se lo agradezco de corazón”.

Grettel Martínez V. - San José

 

Estimada Grettel, leyendo su correo, afloró a mi mente aquella antigua afirmación: “no pocos errores se mantienen y se difunden por la parte de verdad que poseen”. Es lo que, una vez más, constatamos en lo que afirma y repite, su compañera. En efecto, en cualquier circunstancia y, entonces, en cualquier religión a la que uno pertenezca, lo que más cuenta, lo realmente determinante es la responsabilidad personal. Quiero evidenciar, que no es la pertenencia a tal o cual religión lo que nos asegura la salvación, sino cómo, cada cual de nosotros da respuesta a esa voz que resuena -como lo afirma el Concilio Vaticano II- en lo profundo de nuestra conciencia y que es la voz de Dios que nos repite, haz esto y evita aquello (cfr. Gaudium et Spes 16).

Concretamente: no es suficiente pertenecer a la religión cristiana católica, para asegurarnos la salvación.

Sin embargo, un vez afirmado esto, hay que tener bien presente que es precisamente, la voz de la propia conciencia la que nos impulsa a buscar la verdad (para eso, el Señor nos ha dado la inteligencia), y así, poder descubrir la verdadera religión en que se nos aseguran los medios más aptos para conocer a Dios y su santa voluntad, para que así podamos libremente adherirnos a Él, con gratitud, confianza y esperanza.

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