El mal en el mundo no es culpa de Dios, sino del hombre que abusa del don más excelso, entre los dones naturales: su libertad. Dios nos ha creado libres y respeta siempre lo que Él nos ha dado, la libertad, no impidiendo sus consecuencias, que a veces, con demasiada frecuencia, son inclusive trágicas. Sin embargo, afirmando que en definitiva el culpable de tanto mal es el hombre, no se ha logrado toda la luz posible sobre el misterio del mal, ya que queda la interrogante acerca del sufrimiento inocente, y sobre tantos males que afligen al ser humano…Y entonces, surge la pregunta del impaciente Job (y dentro de cada uno de nosotros, hay un Job): ¿Por qué Señor? ¿Qué mal hemos hecho?... Y esa no es una pregunta arrogante, sino la pregunta humilde de quien se siente desconcertado y, a veces, hasta derrumbado por la avalancha del mal. Y como para Job, también para nosotros, la pregunta se detiene con la aceptación confiada de los misteriosos designios de Dios, quien no quiere el mal de sus hijos, pero que no interviene como nosotros, según nuestra pequeña y limitada inteligencia, quisiéramos.
Debemos atrevernos a hacer nuestra la actitud que admiramos en Jesús. Cuando Él estaba atenazado por el dolor inaguantable de la cruz, hace suya la que puede ser también nuestra angustiada pregunta: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” Pero Jesús vive en la certeza de que el Padre nunca le ha abandonado, aunque experimente un angustioso abandono. Y con la certeza de que el Padre nunca le ha desamparado, se abandona a Él con total confianza: “¡Padre, en tus manos encomiendo mis espíritu!”
Con otras palabras: sabemos y afirmamos con firmeza, que Dios es nuestro Padre, nos conoce y nos ama, y lo es siempre en cualquier circunstancia y acontecimiento, por cuanto dolorosos y hasta absurdos sean a “primera vista”.
Esta actitud de fe y confianza, sin embargo, no debe significar en absoluto “cruzarnos de brazos y dejar que… el mundo ruede”, sino que nos debe impulsar a la imitación de Cristo. Es decir, a la lucha perseverante en contra del mal, para vencerlo (como San Pablo nos exhorta) a fuerza de bien. Es verdad, podríamos sentirnos como pequeñas e insignificantes gotas de agua en el océano, es decir, simplemente inútiles; podríamos decir que una gota no sirve para regar el desierto.
Sin embargo, el océano está hecho de millones y millones de gotas de agua y ninguna sobra. Al menos una verdad se nos impone: la necesidad de hacernos solidarios, de unirnos según nuestras reales posibilidades, a tantos hermanos nuestros que luchan en contra del mal, pero al estilo de Jesús, quien ha compartido en todo nuestro destino. Necesitamos animarnos, todos a todos, para no dejarnos vencer por el pesimismo y el derrotismo, que nos impiden creer en la posibilidad de hacer a este mundo más habitable, más fraterno… ¡Cuántas situaciones de guerra han sido transformadas en ocasiones de paz, gracias a revoluciones pacíficas! ¡Cuántos gestos de solidaridad han podido brotar gracias a hombres y mujeres, de las que nunca hablaron ni hablarán los medios de comunicación, pero que han creído y confiado!
Adelante, pues, estimada Jennifer: en este nuestro mundo no existen sólo fealdad, horrores, odios… sino, que hay mucho bien. Nos toca a nosotros aumentarlo.