“Monseñor, hace unos días escuché su charla con ocasión del mes de septiembre, mes de la Biblia. Me impresionó fuertemente lo que usted nos leyó, de un documento del Concilio Vaticano II, acerca de la veneración de la Sagrada Escritura, que es la misma que le debemos a la Santa Eucaristía. Sin embargo, Monseñor, ¿no será que, en general, esperamos demasiado de la proclamación de la Palabra, cuando lo que necesitamos, antes y sobre todo, son los auténticos testimonios de vida cristiana? Es lo que constato, todos los días, en mi familia y en mi lugar de trabajo, con todos. Siempre le agradezco sus reflexiones, sencillas, pero que nos ayudan a todos, a reflexionar”.
Jaime Rodríguez M. - San José
Estimado don Jaime, antes de comentar su pregunta, le transcribo lo que leemos en el número 21 de la Constitución Dogmática Dei Verbum (Palabra de Dios) del Concilio Vaticano II, sobre la Divina Revelación. Este es el párrafo al que usted se refiere: “La Iglesia siempre ha venerado la Sagrada Escritura como lo ha hecho con el Cuerpo de Cristo, pues sobre todo en la sagrada liturgia nunca ha cesado de tomar y repartir a sus fieles el pan de la vida que ofrece la mesa de la Palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo”.
Por lo demás, don Jaime, es del todo evidente que siempre se da el riesgo de esperar “demasiado” de la proclamación de la Palabra, dejando en sombra la imprescindible necesidad del testimonio de vida… Con frecuencia recordamos la afirmación referida a San Antonio: “Callen las palabras y hablen las obras”. Y la preocupación por el testimonio, ha sido recogida y enfatizada por la exhortación apostólica Evangelii Nuntiandi (El Anuncio del Evangelio) de 1975, en ella, su santo autor, Pablo VI, nos recordaba que particularmente los jóvenes, están cansados de escuchar a maestros; ellos quieren ejemplos, y si escuchan a sus maestros, es porque en ellos ven ejemplos.
Sin embargo, todo esto, no debe quitar importancia alguna a la necesidad y a la urgencia de la proclamación “a tiempo y a destiempo” -diría San Pablo- de la Palabra de Dios. Precisamente porque es Palabra de Dios, ella tiene una fuerza muy suya. Al respecto, siempre nos ayuda volver a contemplar y a dejarnos sorprender, por la predicación de Jesús: en ella nos asombra la “potencia de la Palabra”.
En el capítulo primero del Evangelio de San Marcos, leemos: “Cuando llegó el sábado, se dirigió a la sinagoga (en Cafarnaúm) y comenzó a enseñar. Y estaban asombrados de la manera que tenía de enseñar, porque los adoctrinaba, como quien tiene autoridad y no como los escribas” (vv. 21.22).
La expresión que usa San Marcos, y que se traduce por “estaban asombrados”, literalmente se diría: “se sentían lanzados afuera de sí”. Equivale a decir, que sus palabras conmovían profundamente… No se podían escuchar pasivamente y ellas arrebataban la falsa tranquilidad y descuido del corazón. Las palabras de Jesús, como que obligaban a sus oyentes a “enfrentarse” con ellas, obligándolos a tomar una decisión, la de acogerlas o la de -irritados- rechazarlas.
Además, las palabras de Jesús eran poderosas y creadoras; con ellas Jesús daba órdenes, como lo leemos en los versículos que siguen en el mismo capítulo primero de San Marcos: “Había en la sinagoga un hombre poseído por un espíritu impuro que comenzó a gritar: no queremos saber nada de ti, Jesús de Nazaret. ¿Has venido acaso a acabar con nosotros? Ya sé quién eres, ¡Oh, santo de Dios!” (vv. 23-26).
¿Se trataba de un enfermo mental? Por cierto, las reacciones de ese hombre (sacudidas violentas, convulsiones y grandes alaridos) son semejantes a las que registran nuestros psiquiatras actuales en sus clínicas…, pero ningún psiquiatra puede ver lo que realmente sucede en lo íntimo de esos fenómenos… Cuando Jesús se dirige a aquel espíritu maligno y le ordena que salga de ese hombre, alcanza con su palabra, lo que ningún médico puede alcanzar. Su Palabra es la Palabra creadora, como lo ha sido desde siempre y nada puede oponérsele.
Es verdad, los que anunciamos la Palabra de Dios no tenemos en absoluto (ni es necesario decirlo) el poder de Jesús, pero lo que anunciamos es su Palabra. Su fuerza y poder, no derivan de los que la anuncian, sino que es ella, la Palabra, que hace que la anunciemos con autoridad. Se trata de la convicción que impulsaba a San Pablo, a exclamar: “¡Ay de mí si no evangelizara!” (1 Cor 9, 16).
En conclusión, estimado don Jaime, amemos y veneremos la Sagrada Escritura en que se nos ofrece y transmite la Palabra de Dios y anunciémosla con valentía y, ante todo, con el testimonio de vida, dejando que la Palabra, cayendo como semilla, en tierra buena, pueda dar fruto, el treinta o el sesenta por uno… Eso ya no depende de nosotros: es obra de la gracia y responsabilidad de quien la escucha.
Supliquemos, a la vez, con confianza: “Te doy gracias, Señor, porque tu Palabra sigue siendo viva y eficaz entre nosotros. Reconozco mi impotencia e incapacidad para comprenderla plenamente y dejarla vivir eficazmente en mi y en mis relaciones con los que me rodean. Tu Palabra es más poderosa y mas fuerte que mis debilidades, más eficaz que mi fragilidad, más penetrante que mi resistencia… por esto te pido Señor que me ilumines, para que la acoja con humildad y en serio y me abra aquello que me manifiesta, para que confíe en ella, le permita actuar en mí y, de ese modo, la anuncie con creciente eficacia.
María, Madre de mi Señor, “oyente de la Palabra”, intercede por mi y por cuantos tenemos el exigente deber de anunciar la Palabra que en ti tomó carne”.
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