Cuando el árbol del amor es suplantado por el árbol del poder, el Reino de Dios se derrumba. Irrumpe el reino de las tinieblas. En el reino de las tinieblas, la tierra deja de ser un jardín para convertirse en una estepa de zarzas y abrojos hostiles al hombre. El hombre ya no percibe al resto de la sociedad como sus amigos, sino que les teme como adversarios. Pero a pesar del pecado humano, Dios aún confía en el hombre. No lo elimina, le deja vivir y le protege mediante túnicas de piel (Gén 3,21).
El Antiguo Testamento es la espera anhelante de la llegada del Reino de Dios. En el corazón de la antigua Alianza, late el deseo de que el Señor Dios descienda de nuevo al jardín a conversar con el hombre a la hora de la brisa. El Antiguo Testamento mantiene la esperanza en la llegada del Maestro, del Profeta, del Mesías, del Hombre Nuevo que arrancará el árbol de la muerte y plantará de nuevo el árbol de la vida, para construir el Reino de Dios.
El Hombre Nuevo es Jesús de Nazaret. Él morirá crucificado en el árbol de la cruz, símbolo de la desdicha humana causada por el poder despótico. Pero al morir en la cruz y resucitar después, sustituirá el árbol del poder por el árbol del amor. Jesús de Nazaret pone fin al reino de las tinieblas e inicia el camino definitivo hacia el Reino de Dios…” (El verdadero Israel. Testigo del Dios liberador. Casa de la Biblia, EVD, págs. 76-77).
Como vemos, el pecado del hombre y la mujer no se reduce al simple gesto de comer un fruto y menos una manzana, como siempre hemos creído. La serpiente tienta a la mujer con el deseo de poder, tentación que todos experimentamos de una u otra forma, a lo largo de nuestra vida. La serpiente dice a Eva que coma, que destruya la columna de la obediencia y del amor, situada en medio del jardín y la sustituya por otra columna, por otro árbol, enraizado en el poder. Es la misma tentación diabólica que enfrentó Jesús en el desierto y a lo largo de su vida (Mt 4,8-9; Lc 4,5-8), y que nos sigue tentando y amenazando…
En síntesis, el ser humano, llamado a vivir en una sociedad feliz basada en el amor, ha sustituido el amor por el árbol del orgullo y del poder; de ahí nace la injusticia social que a su vez engendra toda clase de dolor y sufrimientos (Gén 3,17-19). Este es el verdadero “pecado original”, es decir, el pecado que ha estado desde los comienzos del mundo y que, por desgracia, sigue presente en cada uno, pero que, con Cristo, podemos vencerlo.
Esto es lo que nos enseñan los protagonistas y el paraíso de Gén 2-3 (Dios, Adán y Eva, el Edén, la serpiente, el fruto prohibido y los árboles), en una trama en la que todos estamos implicados y que no es un cuento bonito e ingenuo, para entretener a los niños de nuestras familias o de la catequesis. Pero sí podemos “comer” del árbol de la sabiduría y del amor de Dios, manifestados en Jesucristo, muerto en el árbol de la cruz, “árbol único en nobleza, pues jamás el bosque dio mejor tributo en hoja, en flor y en fruto. ¡Dulces clavos! ¡Dulce árbol! ¡Dulces clavos! ¡Dulce árbol donde la vida empieza!” (Del canto de la liturgia del Viernes Santo).