La Virgen María, en su humildad genuina, representa una antítesis clara del narcisismo espiritual. María se describe a sí misma como "la sierva del Señor" (Lucas 1,38), una declaración que refleja no solo su disposición a servir, sino una verdadera entrega a la voluntad divina. María está asumiendo una entrega total, pero no desde la opresión, sino desde la libertad y el amor.
En el contexto bíblico, el término “siervo” (δοῦλος en griego) puede traducirse también como “esclavo”, pero no en el sentido de esclavitud forzada, sino como una total pertenencia a Dios. En la tradición judía, un siervo podía elegir quedarse con su amo por amor, aun cuando tuviera la opción de ser libre (Éxodo 21,5-6). Esto es clave para entender la actitud de María: ella no es obligada, sino que se ofrece con una libertad radical.
Ser siervo en este sentido no es una pérdida de dignidad, sino el acto más profundo de confianza y amor. María no renuncia a su libertad porque se la impongan, sino porque el amor la lleva a entregarla sin reservas. No es una servidumbre que anula, sino una que plenifica, porque en esa entrega total se realiza el plan de Dios y ella misma se encuentra plenamente en su vocación.
En María, el “sí” es una renuncia a la autonomía en el sentido humano, pero una ganancia infinita en el orden divino. Su servidumbre no es opresión, sino una exaltación: ella se vacía de sí misma para llenarse completamente de Dios.
Su humildad no es una fachada para buscar elogios, sino una expresión profunda de su obediencia y fe en Dios. María encarna una humildad que surge de una legítima comprensión y aceptación de su papel dentro del plan divino.
Ella, al aceptar el llamado de Dios para ser la Madre de Jesús, no busca ni reclama un estatus especial ni un elogio por su obediencia. Su humildad se manifiesta en su disposición a ser un instrumento de la voluntad de Dios, sin esperar nada a cambio más allá del cumplimiento de su misión.
Su vida y sus palabras muestran una verdad que está profundamente arraigada en su relación con Dios. La autenticidad de María resuena en sus acciones y en la forma en que vive su fe, ofreciendo un modelo de verdadera humildad que desafía las apariencias y la superficialidad.
En María, la humildad y el servicio se entrelazan de manera auténtica, ofreciendo un ejemplo claro de lo que significa ser un servidor en el sentido más puro y sincero. Ella no se coloca a sí misma en el centro del escenario para recibir reconocimiento, sino que se dedica completamente a servir a Dios y a los demás sin buscar ningún beneficio personal.
En muchas ocasiones, los servidores podemos caer en la trampa de buscar poder, prestigio y control, lo cual puede llevar a prácticas autoritarias. María, en cambio, encarna una humildad profunda y una ternura revolucionaria. La humildad de María no es la debilidad del oprimido, sino la fortaleza del que no necesita imponer su voluntad.
El egoísmo y la exclusividad pueden llevar a algunos a hacer de la Iglesia un club cerrado, reservado solo para aquellos considerados "aptos" o "dignos". María, sin embargo, es madre de todos, acoge a todos sin distinción, desde los más humildes hasta los más poderosos. Ella es el modelo de una Iglesia totalmente inclusiva, que da la bienvenida a todos, especialmente a los marginados y necesitados, en contraste con la formación de comunidades o grupos cerrados en los que solo se valora a quienes cumplen con ciertos criterios.
María, muestra una actitud de servicio discreto, que no busca el reconocimiento, sino la fidelidad al plan de Dios. Su "sí" a Dios es en silencio y humildad, y su papel no es protagónico en términos humanos, sino plenamente interior y espiritual.
El estilo mariano nos invita a dejar de lado las actitudes de poder, elitismo, individualismo, triunfalismo y justicia severa, para abrazar un enfoque basado en la humildad, la acogida, la unidad, el servicio callado y la misericordia. María nos enseña que, como Iglesia, debemos estar más preocupados por ser signos de la ternura y la cercanía de Dios en el mundo, que por destacar nuestras propias obras o logros.
[1] Papa Francisco, Evangelii Gaudium, n.288