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Domingo, 28 Abril 2024
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“Desde niño, siempre me llamaron mucho la atención los confesionarios. Los tiempos cambian y también la Iglesia quiere actualizarse. Sin embargo, personalmente creo que el confesionario tradicional facilita una mayor discreción y así asegura un mayor respeto ya del penitente como del confesor… Con el tiempo se introdujo el cambio dejando el uso del confesionario para así tener una manera más cercana y que propicie el abrir la propia conciencia. Sin embargo, personalmente, pienso que el encontrarse frente a frente podría no facilitar la confesión completa de todos los pecados y faltas cometidas. La clara separación que exige el confesionario asegura más fácilmente superar la posible vergüenza para abrir del todo la propia conciencia y comunicar inclusive los pecados que más vergüenza nos pueden causar. Monseñor, resulta pues claro que personalmente preferiría el uso de los confesionarios. Me va a ser de utilidad conocer su punto de vista”. 

Juan Carlos Carvajal A. - Heredia. 

 

Estimado Don Juan Carlos: Como puede apreciar, me he permitido resumir su correo, pero su contenido resulta suficientemente claro y con gusto paso a contestarle. 

El Concilio Vaticano II (1962-1965), con la Constitución sobre la Liturgia, propone algunos criterios de reforma en la celebración de los Sacramentos y entonces también acerca del Sacramento de la Penitencia (Confesión). Cuanto al lugar de donde celebrar este Sacramento, encontramos las siguientes prescripciones en el Nuevo Código de Derecho Canónico o Ley Universal de la Iglesia, publicado en 1983 y en que se integran las indicaciones del mismo Concilio Vaticano II. En el canon o ley n. 964 leemos lo siguiente: “El lugar propio para recibir las confesiones sacramentales es la Iglesia (templo) o el Oratorio”. Y en el párrafo segundo del mismo canon, se añade: “Cuanto a la sede para las confesiones, las normas deben ser establecidas por la Conferencia Episcopal, asegurando sin embargo que los confesionarios se establezcan en un lugar visible, tengan una reja fija entre el penitente y el confesor, así que los fieles que lo desean puedan libremente usar el confesionario”. 

El canon concluye con el párrafo tercero añadiendo: “No se reciban las confesiones afuera del confesionario si no es por una justa razón”. 

Como podemos constatar, estimado Don Juan Carlos, la Ley Universal de la Iglesia (Derecho Canónico), después de haber recordado el criterio general, según el cual las confesiones deben ser escuchadas en el templo o en el oratorio, deja a cada Conferencia Episcopal establecer otros detalles útiles y convenientes acerca de la sede en donde escucharlas… Constatamos que esta norma ha podido orientar y sugerir varias soluciones. Una de las más comunes ha consistido en “adaptar” un cuarto, no muy amplio, en el fondo del templo o en su parte lateral, en que se halla un confesionario de tipo tradicional, como lo describe el mismo canon en su párrafo segundo, y una silla destinada al penitente, y separada por una pequeña mesa, del sacerdote confesor. De ese modo, se ha querido asegurar la libertad del penitente. El que entra y pide confesarse puede escoger acercarse al confesionario o sentarse frente al confesor. 

Para fijar los modelos de comunicación en la Iglesia es preciso conocer los diversos contextos históricos, sociales y culturales, la relación entre estructura y organización, el consenso y la aceptación de determinados principios en el seno de las comunidades, como también los errores y conflictos que generan discordia y desconfianza.

Jerusalén, y el ambiente judío en general, no ofrece seguridad para las pequeñas comunidades cristianas, al mismo tiempo, sabiendo que su naturaleza y vocación es ser misionera- que existe para comunicar- la Iglesia se abrirá caminos reconociendo, en todos los seres humanos y en todos los pueblos, a los destinatarios de un mensaje que conduce a la fe en Cristo.

Hay características particulares con relación a las comunidades, empezando por una experiencia de fe que no se proyecta en unidad, porque la Iglesia es un organismo rico y vital que por la acción del Espíritu Santo busca la comunión asumiendo las diferencias. Él Señor resucitado sigue presente y se comunica mediante los sacramentos, la Palabra, los carismas, los ministerios ejercidos y, por supuesto, por el testimonio de vida, aunque, como recuerda De Lubac: “donde quiera que se reúnan los hombres, es un hecho fatal que, al tiempo que se prestan mutua ayuda, también se molestan los unos a los otros”.[1]

Según reporta la Asociación Gerontológica Costarricense (AGECO), durante el año 2022 se recibieron 633 llamadas a su línea de emergencias, de las cuales un 53% (335) correspondieron a situaciones de violencia contra adultos mayores en diversas expresiones, a saber: violencia física, psicológica y sexual (tema con más registros del periodo), violencia patrimonial, abuso institucional, violencia por abandono y negligencia y violencia de género. 

Es decir, de cada 10 llamadas de la línea, más de la mitad correspondió a situaciones de violencia en sus diversas manifestaciones, siendo esta una problemática que lesiona la dignidad, autovalía y la salud integral de quien es víctima de violencia.

Pensemos ahora el hecho de que hay muchos adultos mayores que, por su condición, estado de salud o incluso por temor, no denuncian los atropellos de los cuales son objeto. Claramente estamos frente a una situación de crisis que se debe atender como tal.

Ya antes hemos conocido lo que pasa especialmente en época de navidad y fin de año, cuando los asilos de ancianos y las salas de emergencias de los hospitales, especialmente las del Raúl Blanco Cervantes, especializado en la atención de adultos mayores, se llenan de casos de abandono de viejitos y viejitas por parte de personas y familias inescrupulosas que simplemente llegan y los dejan aportando datos falsos que hacen muy difícil un seguimiento posterior.

Mi nombre es Daniel Josué Ruiz Castillo. Nací el 13 de junio de 1997 en el hospital Carlos Luis Valverde Vega, en San Ramón de Alajuela. Desde entonces vivo en el cantón de Palmares. Fui criado en el seno de una familia católica. Mis abuelos y abuelas siempre fueron personas de mucha fe, y de práctica religiosa constante. Mis papás siempre nos llevaban a Misa todos los domingos y rezábamos todas las noches, aunque fuera un misterio del Rosario. Sin embargo, no participábamos en ningún grupo de la Iglesia.

La Santa Sede premió con la Gran Cruz de San Gregorio Magno a los médicos Mariano Figueres Forges y Rafael Calderón Muñoz el domingo 31de diciembre de 1933. Esa fecha se desprende del Correo Nacional, 7 de enero de 1934. La ceremonia tuvo lugar en el Seminario, situado por entonces frente al costado este de la Catedral Metropolitana. El Seminario ofrecía educación secundaria para los aspirantes al presbiterado y asimismo para quienes deseaban adquirir buena formación académica.

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