Con el Dios de la vida podemos vencer toda "cultura de muerte”, para revitalizar a nuestra sociedad a veces derrotista y negativa con la alegría y el optimismo de la resurrección y la presencia de Cristo victorioso entre nosotros.
¿Cómo no anunciar ese Evangelio de la Vida cuando la violencia se ensaña contra la vida de millones de personas, especialmente niños, mujeres y adultos mayores, forzados a la miseria a causa de una inicua distribución de las riquezas y la indiferencia entre los seres humanos?
¿Cómo silenciarnos ante los atentados relativos a la vida naciente o en etapas terminales que ignora en la conciencia colectiva el carácter de «delito» para presentarse como «derecho» involucrando al Estado en su reconocimiento legal?
Al respecto, enseñaba San Juan Pablo II: “Mirando las cosas desde este punto de vista, se puede hablar, en cierto sentido, de una guerra de los poderosos contra los débiles. La vida que exigiría más acogida, amor y cuidado es tenida por inútil, o considerada como un peso insoportable y, por tanto, despreciada de muchos modos. Quien, con su enfermedad, con su minusvalidez o, más simplemente, con su misma presencia pone en discusión el bienestar y el estilo de vida de los más aventajados, tiende a ser visto como un enemigo del que hay que defenderse o a quien eliminar.”[5]
Que nuestra fe en Cristo resucitado nos lleve a tomar una opción incondicional en favor de la vida pues nada ilumina con mayor sentido el conflicto entre la muerte y la vida en el que estamos inmersos que la certeza de que el Hijo de Dios que ha vencido la muerte. Nuestro destino es la vida, en el presente y en la eternidad.
[1] Colosenses 3, 1-3
[2] Lc 24, 5-6
[3] Juan 10,10
[4] Juan Pablo II, Evangelium Vitae, 25 de marzo de 1995,n.1
[5] Idem, n.12