En su primer encuentro con los discípulos, el resucitado, dos veces, les ofrece el don de la paz. “La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da” (Juan 14:26–27), les diría también.
Cuando miramos el ámbito internacional, con los conflictos bélicos entre naciones, parece que no hay muchas razones para sentir paz. Lo mismo ocurre en el ámbito personal, familiar o social. Las estadísticas nos dicen que los costarricenses vivimos una emergencia de inseguridad sin precedentes, fruto de la violencia armada, los homicidios, asaltos y robos, al espeluznante ritmo de una persona asesinada cada 12 horas, y con casos tan lamentables como el de la pequeña Keibril, que nos duele en el corazón.
Todos deseamos la paz, esa paz que es un don de Dios pero también una tarea humana, pero una y otra vez se nos escapa entre las manos. Frente a las circunstancias podemos sentirnos deprimidos, pero es importante notar que el momento en que el Señor prometió a sus discípulos la paz no era el mejor. Él mismo iba a morir en unas horas clavado en una cruz, y sus discípulos quedarían solos, desconcertados, abatidos, y muy probablemente, temiendo por sus propias vidas. ¿Cómo podía el Señor hablarles de paz cuando una vez más ésta iba a ser socavada y destruida? ¿En qué consiste entonces la verdadera paz?
Para muchos la paz podría ser descrita como la ausencia de problemas, la liberación de las presiones, tener abundancia, disfrutar de comodidad y tranquilidad…
¿Era a este tipo de paz a la que el Señor se refería? Parece evidente que no. El Señor hablaba de una paz compatible con los tiempos de tormenta. Esa paz excepcional, sobrenatural, capaz de prevalecer en medio de los grandes problemas de la vida, porque se fundamenta en la relación que cada persona tiene con Dios y que se hace realidad en su relación con los demás. Es la paz que realmente necesitamos hoy, la única capaz de vencer el mal con el bien.
Es una paz basada en el conocimiento íntimo de Dios, un Dios omnipotente que está en el control de todas las cosas, un Dios sabio que nos ama y cuida en cada instante de nuestras vidas. Sólo la fe que descansa en un Dios así puede producir una paz que está por encima de todas las circunstancias adversas de la vida.
Pidamos pues, el don de la Paz y trabajemos por la paz, comenzando en nuestro propio corazón. Es el primer paso en la edificación de relaciones sociales nuevas, sanas y fraternas.
Este mes es una oportunidad excepcional para pedir la intercesión de la Reina de la Paz, la Virgen Santísima, a fin de que realmente seamos instrumentos de verdad, justicia, amor y libertad en medio del mundo, fundamentos, hoy como ayer de la verdadera y auténtica paz.