Siempre ha existido la tentación de hacer de la fe un reflejo del propio ego, de buscar reconocimiento más que conversión, de transformar la religión en una autopromoción. Sin embargo, en la era digital, esta dinámica ha encontrado un nuevo campo de expresión: las redes sociales.
Hoy, la fe ya no solo se vive en el silencio de la oración o en la acción comunitaria, sino que se muestra, se publica, se mide. El evangelio, que es un llamado a la conversión y a la entrega puede verse reducido a un contenido más dentro del vasto mercado de la imagen. De ahí que surja un peligro sutil, pero profundo: la tentación de medir la eficacia del mensaje cristiano por la cantidad de me gusta, compartidos y reacciones que genera.
Cuando la popularidad sustituye la profundidad
No hay nada de malo en que la fe se exprese en redes sociales. Al contrario, son herramientas que pueden ayudar a la evangelización, a la formación y al testimonio. Sin embargo, el problema surge cuando el éxito digital se convierte en el criterio principal para evaluar la autenticidad o el impacto del mensaje.
El evangelio, en esencia, nunca ha sido un producto de consumo masivo. De hecho, Jesús mismo fue rechazado por muchos y su enseñanza no siempre fue popular. Si en su tiempo hubiera habido redes sociales, probablemente sus palabras más desafiantes no habrían alcanzado grandes cifras de interacción. Porque el evangelio no busca la aprobación fácil, sino la transformación del corazón.
Pero hoy en día, existe la tentación de suavizar el mensaje para hacerlo más atractivo, más digerible, más viral. En lugar de predicar la cruz, se prefiere el discurso motivacional; en vez de la conversión profunda, se promueve un bienestar superficial. Y esto es preocupante, porque el evangelio no es un slogan, ni una estrategia de marketing.
La trivialización de la fe
Cuando la espiritualidad se vuelve dependiente de las métricas digitales, se corre el riesgo de trivializar la fe. La búsqueda de la verdad y la profundidad se reemplaza por la búsqueda de visibilidad y reconocimiento. Se predican mensajes diseñados para agradar a la audiencia, más que para interpelar y confrontar. Se eligen temas que generen reacciones emocionales inmediatas, pero no necesariamente un cambio real en la vida del oyente.
Y lo más peligroso: la identidad espiritual se puede empezar a confundir con la identidad digital. Si un mensaje recibe pocos likes, puede parecer que no es relevante. Si una publicación no se comparte, puede generar la sensación de que no tiene impacto. Pero el evangelio nunca ha dependido de tendencias ni algoritmos. Su fuerza radica en la acción del Espíritu, no en la cantidad de vistas.
El peligro de la autoidolatría
Detrás del narcisismo espiritual en redes hay un fenómeno aún más profundo: la autoidolatría. Sin darnos cuenta, podemos convertirnos en protagonistas de nuestra propia fe, desplazando a Dios del centro y colocándonos a nosotros mismos en el foco de atención.
Frente a esta realidad, Jesús nos da una enseñanza contundente: la fe auténtica no busca exhibición, sino encuentro. El evangelio no necesita un público, necesita discípulos. La conversión no se mide en trending topics o “tendencias”, sino en vidas transformadas. Y la verdad no siempre será popular, pero siempre será necesaria.
No se trata de rechazar las redes sociales ni de ignorar su potencial evangelizador. Se trata de mantener la claridad sobre qué es lo esencial y qué es accesorio. Es bueno que un mensaje tenga impacto digital, pero el verdadero criterio de su valor debe ser su capacidad de llevar a las personas a un encuentro más profundo con Dios, no su capacidad de generar likes.
Porque al final, cuando el narcisismo se apaga, cuando las métricas dejan de importar y cuando la única mirada que cuenta es la de Dios, descubrimos lo que realmente significa ser cristianos: ser testigos, no influencers; ser servidores, no estrellas; ser discípulos, no marcas personales.
Lo invitamos a compartir nuestro contenido