Recuerdo que esa frase resonó en mí. La Habana, con su música vibrante y su historia cautivadora, siempre había sido un lugar especial para nosotros. Cuando éramos niños, pasamos horas escuchando historias sobre la ciudad, llenas de personajes fascinantes y momentos significativos que marcaron a generaciones. Así que, después de un breve intercambio de miradas cómplices, decidimos que sería una buena idea.
Al llegar al aeropuerto, la emoción era palpable. Teníamos que hacer una escala en Panamá, y mientras esperábamos en la sala de embarque, el bullicio y la energía del lugar nos envolvían. De repente, como si el destino hubiera conspirado a nuestro favor, vi a mi gran y querida amiga Mimi. Subió al avión y, al verme, exclamó: "¿Van a Cuba? Yo también voy de vacaciones". Su presencia fue un regalo inesperado.
Una vez en La Habana, nos hospedamos en un bello hotel en Miramar. La brisa del mar y el aroma del tabaco recién enrollado me recordaron la esencia de la isla. Mirando por la ventana, vi la puesta de sol tiñendo el cielo de tonos naranjas y morados, y supe que estábamos en el lugar correcto. Esa noche, nos aventuramos a explorar los alrededores, caminando por las calles empedradas y disfrutando de la música que emanaba de cada rincón.
Al día siguiente, Mimi me llamó con entusiasmo: "Te invito a tomar café esta tarde, y puedes traer a tu hermano". Me dio la dirección y, tras un breve trayecto, llegamos a una casa de protocolo que, por su aspecto elegante, parecía albergar secretos y conversaciones importantes.
Allí, sentado con una guayabera blanca, estaba el gran intelectual cubano Eusebio Leal. Su presencia era imponente, y su mirada reflejaba una sabiduría profunda. Con una sonrisa acogedora, me dijo: "Mimi y su madre, Sarita, son mis amigas y me han pasado tus artículos, los cuales leo con interés. Me llama la atención que, habiendo estudiado tantas carreras, escribas sobre motivación y salud mental".
Le respondí que era una forma de reinventarme, una manera de canalizar mis experiencias y aprendizajes en algo que pudiera resonar con otros. La conversación fluyó con naturalidad, y pronto nos encontramos hablando sobre el valor de la educación y la importancia de compartir conocimientos. Eusebio, con su voz pausada y reflexiva, me contó cómo había dedicado su vida a rescatar la historia y la cultura de su amada Habana.
Pasamos al fondo de la casa, donde la atmósfera se tornó aún más mágica. Allí, sentada en un sillón, estaba Alicia Alonso, la legendaria bailarina. Al verme con mi hermano, sonrió y dijo: "Les agradezco que me visitaran en el palco del teatro Melico Salazar durante mi visita a Costa Rica". La calidez de sus palabras me llenó de gratitud. Alicia, con su gracia y elegancia, era un símbolo de la cultura cubana, y su presencia nos inspiró profundamente.
Mientras miraba a mi alrededor, me encontré con Omara Portuondo, quien, al verme, exclamó: "Oye, tico, fui amiga de la Gran Chavela Vargas y de Ray Tico; con ambos canté". Su voz, llena de vida y nostalgia, me transportó a un mundo donde la música era el lenguaje universal que unía a las personas. Compartimos anécdotas y risas, y en ese momento comprendí que la cultura es un hilo que teje historias y conexiones entre las personas.
Eusebio Leal, siempre curioso, me sometió a un exhaustivo examen para medir mi intelecto.
Me preguntó qué autores latinoamericanos había leído y qué filósofos dejaron huella en mí. Recité nombres que resonaban en mi mente: Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, José Martí. A medida que hablaba, sentí que cada palabra era un tributo a las influencias que había tenido en mi vida.
Creo que aprobé el examen, porque Eusebio, con una sonrisa de aprobación, me comentó que teníamos una amiga en común: sabía que había sido asesor de Anna Katharinne cuando fue ministra de educación me dijo ella es alguien a quien admiro y quiero.
"Usted tiene un gran reto", me dijo Eusebio con seriedad. "Es necesario contar la historia de San José, rescatar absolutamente todo y contarlo.
Las nuevas generaciones necesitan historiadores, y usted puede hacerlo. Yo lo hice en La Habana, y rescatamos patrimonio y cultura". Sus palabras resonaron en mi mente como un eco. La historia es un legado que no debemos olvidar; es la base sobre la cual construimos nuestro futuro.
La tarde avanzó y la conversación se tornó en reflexiones más profundas sobre la identidad y el papel de cada uno en la sociedad. Eusebio compartió sus experiencias sobre cómo había trabajado para preservar la memoria histórica de Cuba, recuperando espacios y relatos que habían sido olvidados. "Cada ladrillo de esta ciudad tiene una historia que contar", me dijo, y entendí que su misión era mucho más que un trabajo; era una pasión de vida.
Finalmente, llegó el momento de despedirnos. La noche caía sobre La Habana, y el aire fresco traía consigo el murmullo de la ciudad. Agradecí a Eusebio por su tiempo y enseñanzas, y él, con una mirada sabia, me instó a seguir adelante con mi propio camino. "Recuerde siempre que la historia no es solo del pasado, es también del presente y del futuro", me dijo.
Esa noche, mientras mi hermano y yo caminábamos de regreso al hotel, reflexioné sobre todo lo que había vivido. La Habana, con su riqueza cultural, había despertado en mí una pasión renovada por la historia. A medida que caminábamos, las luces de la ciudad brillaban como un recordatorio de que cada rincón tenía una historia por contar.
Los días siguientes en La Habana fueron una mezcla de exploración y aprendizaje. Visitamos el Malecón, donde las olas rompían con fuerza contra las rocas, y sentí el espíritu indomable de la ciudad.
Caminamos por La Habana Vieja, admirando la arquitectura colonial y los murales que narraban historias de resistencia y esperanza. Cada paso que dábamos era un homenaje a los que habían vivido y luchado en esas calles.
Una tarde, decidimos visitar el Museo de la Revolución. Al entrar, fui recibido por una serie de exposiciones que contaban la historia de Cuba desde diferentes perspectivas. Me detuve ante una fotografía de Fidel Castro, y comencé a reflexionar sobre la complejidad de la historia cubana.
Las narrativas eran diversas, y cada una aportaba una pieza al rompecabezas de la identidad de la isla. Me di cuenta de que contar la historia de San José, como me había instado Eusebio, era también un acto de responsabilidad.
Al salir del museo, me sentí inspirado. Cada rincón de La Habana parecía tener algo que enseñarme, y cada conversación con los lugareños era una oportunidad para aprender sobre sus vidas y sus sueños. Hablé con un anciano que vendía artesanías en la calle, y sus relatos sobre la revolución y la vida cotidiana en la isla me hicieron comprender la resiliencia de su gente. "La vida aquí no siempre es fácil", me dijo con una sonrisa triste, "pero tenemos la música, y eso nos da esperanza".
Una noche, asistimos a un espectáculo en el famoso Teatro Nacional. La música cubana llenó el aire, y los bailarines, con su energía desbordante, nos transportaron a otro mundo. En ese momento, comprendí que la cultura era el alma de la nación, un hilo que unía a las generaciones y les daba fuerza para enfrentar los desafíos.
Mi hermano y yo tuvimos la suerte de conocer a otros artistas durante nuestra estadía. En una galería de arte, conversamos con una pintora que capturaba la esencia de La Habana en sus lienzos. "Cada trazo es una parte de mí", me dijo. "Pinto lo que siento y vivo, porque el arte es un reflejo de nuestra historia". Sus palabras resonaron en mí, y empecé a pensar en cómo podría contribuir a contar la historia de San José a través de mi propia voz.
A medida que los días pasaban, me di cuenta de que el viaje no solo se trataba de explorar un lugar físico, sino de un viaje interno. La Habana me desnudó emocionalmente, y cada encuentro, cada conversación, me invitaba a reflexionar sobre mi propio camino.
Una mañana, decidí sentarme en una terraza con vistas al mar y escribir. Con una libreta en mano, comencé a plasmar mis pensamientos. Las palabras fluyeron como el agua del mar, y me di cuenta de que tenía historias que contar. Historias sobre mi vida, sobre San José, sobre la importancia de la memoria y la identidad.
Esa noche, nos reunimos nuevamente con Mimi y otros amigos en un café local. La música sonaba suavemente de fondo, y las risas llenaban el aire. En medio de la conversación, compartí mis reflexiones sobre la historia y la cultura. "Es nuestro deber como generaciones actuales contar lo que hemos vivido y aprendido", dije. "Si no lo hacemos, corremos el riesgo de perder nuestra identidad".
Mis palabras resonaron en el grupo, y varios de ellos compartieron sus propias experiencias. La conversación se convirtió en un intercambio de ideas sobre cómo podríamos contribuir a la preservación de nuestras historias. "Quizás podríamos organizar un proyecto comunitario", sugirió Mimi. "Una recopilación de relatos orales que cuenten la historia de nuestra ciudad". La idea cobró vida, y en ese momento, sentí que juntos podríamos hacer algo significativo.
Los días en La Habana llegaron a su fin, y mientras me preparaba para regresar a casa, sabía que llevaba conmigo más que recuerdos. Había adquirido una nueva perspectiva sobre la vida, la historia y la importancia de contar nuestras historias. La Habana me había enseñado que la memoria cultural es un legado valioso que debemos cuidar.
En el aeropuerto, mientras esperábamos nuestro vuelo, reflexioné sobre todo lo que había aprendido. La vida es un viaje, y cada encuentro puede ser una oportunidad para crecer y aprender.
Como dijo el gran José Martí: “La libertad es el derecho que tienen las personas a actuar libremente”. En este viaje, entendí que cada historia, cada encuentro, es un paso hacia la libertad de contar nuestras propias narrativas, dejando un legado para quienes vendrán después.
Al regresar a San José, el aire fresco y familiar me recibió con los brazos abiertos. Me sentí renovado, con la mente llena de ideas y el corazón rebosante de gratitud. Sabía que mi misión era clara: contar la historia de mi ciudad, rescatar lo que había sido olvidado y compartirlo con las nuevas generaciones.
Con el tiempo, empecé a trabajar en ese proyecto comunitario que había surgido en La Habana. Me reuní con amigos y vecinos, y juntos comenzamos a recopilar relatos orales, fotografías y documentos que contaran la historia de San José. Fue un proceso emocionante y enriquecedor que me permitió conectar con mi comunidad de una manera más profunda.
Cada historia que escuchaba, cada anécdota compartida, se convertía en un ladrillo para construir el puente entre el pasado y el presente. Aprendí que la historia no es solo un relato de hechos; es un tejido de emociones, experiencias y sueños que dan forma a nuestra identidad.
A medida que el proyecto crecía, también lo hacía mi compromiso. La Habana me había inspirado a ser un narrador, un guardián de la memoria. Con cada encuentro, cada historia recopilada, sentía que estaba cumpliendo con el reto que Eusebio Leal me había encomendado.
Y así, con el tiempo, San José comenzó a renacer a través de las historias de su gente. Descubrí que contar la historia de una ciudad es también contar la historia de sus habitantes, de sus luchas y triunfos. Cada voz es un eco que resuena en el corazón de la comunidad, recordándonos que somos parte de un todo.
En esos momentos de reflexión, entendí que los viajes no siempre son físicos. A veces, los viajes más importantes son aquellos que realizamos internamente, hacia el descubrimiento de nuestra propia identidad y propósito. La Habana me había enseñado que cada encuentro, cada historia, tiene el poder de transformar nuestras vidas y la de quienes nos rodean.
Así, mientras miraba hacia el futuro, sabía que mi viaje apenas comenzaba. La historia de San José estaba esperando ser contada, y yo estaba listo para asumir el desafío. Con cada palabra escrita, cada relato compartido, no solo honraba a mi ciudad, sino también a todos aquellos que habían dejado su huella en ella.
La vida es un viaje de aprendizaje, y cada paso que damos nos acerca más a la verdad de quienes somos. Y en ese camino, siempre habrá historias que contar.