En pleno 2025, muchas comunidades pueden escoger semanalmente entre 4 o 5 misas dominicales, y el tesoro de participar junto a Cristo en este sacrificio trascendental puede convertirse en un hecho rutinario de cada domingo. La realidad es que, en los primeros años del cristianismo, participar en una misa era una situación extraordinaria, y muchos mártires perdieron la vida intentando participar de ella.
Quien pierde de vista el valor que tiene la Santa Misa, podría terminar asistiendo por un ‘deber auto-impuesto’, por considerarla un bonito acto cultural-religioso al cual es agradable asistir, o por aferrarse a cualquier otra idea subjetiva.
Lo cierto es que nuestro derecho de asistir a la Misa ha sido comprado al precio de la sangre de Dios: Nuestro Señor, por quien doblamos nuestras rodillas durante la consagración, fue escupido, azotado, desnudado, denigrado, torturado, clavado, atravesado por una lanza y ejecutado públicamente frente a su madre y sus amigos. Este ha sido el precio de nuestra salvación y de nuestra participación en la Eucaristía.
Hace varios años Mateo, un ingeniero industrial joven, contaba la anécdota de un católico y un musulmán, amigos entre sí, que conversaban frecuentemente sobre sus creencias. El católico llevó a su amigo a un templo católico y -entre otras cosas- le explicó que Dios estaba presente en el Sagrario. Días después, su conversión volvió sobre esta visita y el musulmán le decía a su amigo: no entiendo a los católicos. Van a la Iglesia los domingos una hora, ¡y nada más! ¡Si yo fuese católico y supiese que Dios está ahí en el sagrario -visible, cercano y accesible- estaría en el templo todos los días y cada día por mucho tiempo!
Celulares, ¿nuevos protagonistas de la Misa?
La Eucaristía lleva dos milenios respondiendo al llamado de Cristo: “haced esto en memoria mía” (Lc 22, 19) en medio de épocas con constantes cambios, sin que la Iglesia se haya dejado permear profundamente por las ideas temporales de cada generación.
Sobre esto, G.K. Chesterton decía que “no necesitamos una Iglesia que se mueva con el mundo, sino una Iglesia que mueva el mundo”. La Iglesia ha sabido evaluar la tecnología de cada siglo y ha adoptado muchas que elevan la vida espiritual de sus feligreses. Medios de formación online durante la pandemia, y hasta recursos de estudios teológicos para seminaristas o grupos de oración en aplicaciones de mensajería son ejemplos de ello en los años recientes.
Pero, al momento de participar solemnemente en Misa, ¿por qué llevamos el celular, si no nos es útil en este momento? Y, además, ¿por qué se nos olvida apagarlo o baja su volumen? En los últimos años, los celulares se han adueñado de la solemnidad de las celebraciones eucarísticas: interrumpen constantemente el misterio de nuestra fe.
Personalmente, ya no recuerdo la última Misa que no fue interrumpida por un teléfono. Así como Dios pidió a Moisés quitarse las sandalias para pisar tierra sagrada (esas herramientas que le daban tanta comodidad para desenvolverse diariamente), es hora de que nosotros nos planteemos algo similar con los celulares y su papel dentro del templo.
La dependencia a la información
Los celulares son fuente de información, entretenimiento y conocimiento que se han vuelto una herramienta diaria para muchas personas. Poseer un teléfono móvil permite, por un lado, tener a la mano la posibilidad de contactar personas y resolver necesidades; por otro lado, es una forma de permitir a quienes conocemos la posibilidad de localizarnos de una forma más accesible y nos permite mostrarnos disponibles para cualquier cosa que surja.
Frente a todas estas opciones y posibilidades, podría sucedernos que -sin pensarlo conscientemente- una de las razones por las cuales llevamos el celular a todas partes, incluyendo la Misa, es porque nos hemos convertido en dependientes de la inmediatez informativa que dan los celulares: queremos saber de primeros quién falleció en el pueblo, qué salió en los chances, donde ocurrió un accidente o hacia dónde van los bomberos.
Aunque hay excepciones extremas, donde solo la persona que está en Misa es quien podría atender la eventual emergencia de quien le llama, en muchas de las ocasiones esta dependencia a la inmediatez, de la cual se ha hablado, puede convertirse en una tentación tal, que en casos especiales o de emergencia, creemos que interrumpir la Eucaristía y conocer lo ocurrido puede de algún modo ‘disminuir’ la gravedad de lo sucedido, aunque realmente no hayamos hechos más que contestar y no podamos hacer nada al respecto.
Quizá ha llegado la hora de examinarnos y preguntarnos: Si silencio mi teléfono en Misa porque ‘algo podría ocurrir’, ¿de verdad tengo esa idea de Dios, como alguien que desaprovecha ‘mi descuido’ para causar un mal?; y si lo silencio y pasa algo extraordinario, ¿soy capaz de comprender que Dios infinitamente sabio comprende por qué hace las cosas y soy coherente con lo que rezo cada domingo en voz alta frente a Dios y la asamblea de los fieles: hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo (Mt 6, 10)?
La solución
Portar el celular es un hábito que arraigado en muchas personas al mismo nivel que una cédula o billetera. Por eso, pensar en que muchos feligreses dejen su celular en la casa es una posibilidad ideal, pero desafortunadamente poco probable.
Además de colocar rótulos en las bancas (que en algunas iglesias ha causado mejoría), conviene generar un hábito en los fieles para pedirles apagar el teléfono previo a la misa. Por ejemplo, el sacerdote puede dar 30 segundos previo al inicio de la misa para que las personas silencien su teléfono. Si aun así sonase un celular, es posible pausar unos segundos la celebración para permitir que los fieles vuelvan a enfocar su atención.
Por último, si bien no existen salidas rápidas, hay soluciones con las cuales se pueden percibir efectos positivos y ayudar a cada fiel a comprender el perjuicio que estas interrupciones ocasionan sobre la celebración y la devoción de los hermanos que concelebran la Eucaristía.