El participar en la Jornada Mundial, asegura a nuestros jóvenes, la deseada experiencia de “sentirse acogidos” y de entrar en una auténtica comunión de fe, ante todo, de intereses, de ideales y de anhelos de bien que todo joven lleva -aunque a veces opacado- en su corazón. En ese “estar allá”, diría el Papa Benedicto experimentan lo más valioso de su juventud, ayudando gozosa y alegremente a los demás y así se experimentan a su vez ayudados, y realmente alcanzados en su afán de verdadera comunión y fraternidad.
Hace algún tiempo tuve la oportunidad de encontrarme con una publicación juvenil, en que se había hecho conocer una detallada encuesta entre los participantes de la Jornada Mundial de la Juventud, celebrada en Roma. Entre las preguntas, me sorprendió particularmente la siguiente: ¿cuál fue el momento de más importancia y de más alegría durante estos días? Reconozco que me esperaba que la mayoría contestara que el momento mejor, los momentos que más positivamente los habían alegrado, fueran los de los encuentros con el Papa San Juan Pablo II. Mas entonces, me sorprendió la respuesta: la mayoría contestó con tono directo y convencido “cuando tuve la oportunidad de confesarme”. No pude evitar el recuerdo de la parábola del Hijo Pródigo o, mejor, del Padre Misericordioso. Los jóvenes que participan en las Jornadas Mundiales obviamente no son “hijos pródigos”, pero su respuesta a aquella encuesta, como que hace “tocar con la mano” que nuestro Dios es el Padre que siempre asegura la fiesta del retorno, de la verdadera comunión con Él y, entonces, con los demás…
El “estar allá” implica la vivificante experiencia de “sentirse acogidos”, primero por el Dios de la misericordia y de la ternura y , entonces, por todos, haciendo parte de una cadena viviente de ayuda mutua y, entonces, también de fiesta.
En nuestra relación con Dios, nada acontece automáticamente: siempre nos enfrentamos con el doble misterio de la Gracia de Dios y el de nuestra libre y decidida respuesta. No podemos esperar, entonces, los mismos resultados en todos los jóvenes que participan en las jornadas mundiales. Sin embargo, en no pocos acontece esa fundamental experiencia que nos describe el Documento de Aparecida: “Conocer a Jesús es el mejor regalo que puede recibir cualquier persona; haberlo encontrado nosotros es lo mejor que nos ha acontecido en al vida, y darlo a conocer con nuestras palabras y obras, es nuestro gozo” (29).
Por mi trabajo y compromisos pastorales y misioneros, he tratado y trato a muchos que han participado en las Jornadas y cuya vida quedó marcada por un antes y un después. En los días de las jornadas han podido comprender y experimentar que quien se deja atraer por el amor de Cristo, convirtiéndose en su discípulo siente también el deseo de llevar a todos la misericordia y la compasión que brotan de su corazón. Cuando un joven puede en sinceridad, afirmar que “encontrar a Jesús es lo mejor que le ha podido acontecer en la vida, va comprendiendo y , a al vez, va abriéndose al proyecto de Dios para con toda la humanidad, contemplando la medida de su amor en el corazón traspasado de Jesús. El paso definitivo lo da cuando, en su sinceridad y valentía, hace propias las palabras de Jesús: “he bajado del cielo para hacer la voluntad del que me ha enviado, y ésta es su voluntad, que no pierda nada de lo que Él me ha dado” (Jn 6, 39).
San Daniel Comboni (en aquel momento joven misionero de 33 años), afirma lo mismo, aunque con el lenguaje de su tiempo: “el misionero llevado por el ímpetu de esa caridad encendida con una llama divina en la ladera del Gólgota, y salida del costado del Crucificado, para abrazar a toda la familia humana, sintió latir más fuerte los latidos del corazón; y una fuerza divina parecía empujarlo a esas tierras (África) para estrechar entre sus brazos y dar un beso de paz y de amor a aquellos infelices hermanos suyos”.
Como lo ha repetido nuestro Papa Francisco, en el reciente encuentro celebrado en Roma con los Directores Nacionales de la Obras Misionales Pontificias, urge que todo cristiano que haya tenido aquella “gracia de las gracias”, la de dejarse encontrar por Cristo y, a su vez, la de encontrarle, “sea signo del Corazón de Cristo y del amor del Padre, abrazando el mundo entero”. Cuanto más tengamos a jóvenes que hagan suya la pasión por la Evangelización, más nos acercamos al ideal que expresaba el beato padre Manna, fundador de la Pontificia Unión Misionera, con el grito: ¡toda la Iglesia para todos el mundo!”.