He homologado, varias veces, evangelización con comunicación. No es una asociación forzada, pues, Dios es comunicación y la historia de la salvación hace un exhaustivo recuento del diálogo permanente y creciente de Dios con su pueblo: “Por eso, yo la persuado, la llevo al desierto, le hablo al corazón” (Oseas 2, 16), además, Dios nos enseña que este diálogo no ha sido en vano: “así será mi palabra que sale de mi boca: no volverá a mí vacía, sino que cumplirá mi deseo y llevará a cabo mi encargo” (Isaías 55, 11).
La plenitud de esa comunicación la alcanzamos en Cristo: “En muchas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a los padres por los profetas. En esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo, al que ha nombrado heredero de todo, y por medio del cual ha realizado los siglos (Hebreos 1, 1-2).
El mismo Jesús da a su Iglesia una misión y el Espíritu Santo la acompaña y alienta en su consecución.
El anuncio se hace primero al pueblo de Israel, depositario original de las promesas de Dios. El libro de los Hechos de los Apóstoles, al narrar los primeros pasos de la Iglesia, nos cuenta la incipiente acción misionera de los apóstoles: “Pedro y los apóstoles respondieron: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús, a quien ustedes dieron muerte colgándolo de un madero. Dios lo exaltó y lo puso a su derecha como jefe y Salvador, para dar a Israel la conversión y el perdón de los pecados. Nosotros somos testigos de esto, y lo es también el Espíritu Santo que Dios ha dado a los que le obedecen” (Hechos 5,29-32).
En este contexto encontramos a los apóstoles comunicando a Jesús asiduamente de modo cercano y directo a través de la palabra: “no cesaban de enseñar y proclamar a Jesús, el Mesías, ya sea en el Templo o por las casas” (Hechos 5, 42); en la predicación es el lenguaje verbal, en general, la herramienta por excelencia.
Hay un dato que no puede soslayarse por idílico o aspiracional que resulte, pues está dotado de una fuerza comunicativa extraordinaria: “Todos los que habían creído vivían unidos; compartían todo cuanto tenían, vendían sus bienes y propiedades y repartían después el dinero entre todos según las necesidades de cada uno. Todos los días se reunían en el Templo con entusiasmo, partían el pan en sus casas y compartían sus comidas con alegría y con gran sencillez de corazón. Alababan a Dios y se ganaban la simpatía de todo el pueblo; y el Señor agregaba cada día a la comunidad a los que quería salvar”. (Hechos 2,44-47)
La Iglesia primitiva vivía la comunión (Koinonía) como experiencia vital de la apertura al anuncio de Cristo, un cambio de criterios en las relaciones con Dios y los otros, es la novedad del Evangelio que se encarna y se manifiesta, vale decir que esta comunión tiene, desde entonces, una dimensión social; aquella Iglesia es creíble por la comunión de amor y de vida que experimenta. La doble perspectiva “Comunión” y “misión” es indisociable. Cristo instituyó la Iglesia “para ser comunión de vida, de caridad y de verdad para todo el género humano, un germen segurísimo de unidad, de esperanza y de salvación”. [1]
El anuncio, que es Palabra y Vida, más tarde se extiende también a los forasteros y a los paganos. Aquí encontramos otra característica de la comunicación en la Iglesia primitiva, a saber, la cercanía a las gentes o, como diríamos en nuestro tiempo, la “atención personalizada”.
El pasaje de Felipe y el etíope expresa la riqueza del encuentro personal. [2]
Felipe predica el evangelio de Cristo a un funcionario africano que regresaba de Jerusalén y se dirigía a su país de origen. Aquí el evangelizador dialoga y escucha: “¿Entiendes lo que lees?”. Felipe no impone su propuesta, es atento y respetuoso, y su disposición al Espíritu le permite interactuar de modo que el eunuco comprendiera que Jesús es el mesías esperado y que, naciendo de nuevo en él, podía alcanzar salvación.
Con la predicación vemos desarrollarse la fundación de nuevas comunidades, siendo la primera Antioquia. Debemos hacer referencia a este paso hacia la socialización del evangelio por un proceso interactivo que tiene lugar entre los creyentes y que resulta fundamental en el crecimiento de relaciones entre personas, familias y grupos que, en este caso, compartían no solo un espacio temporal, objetivos y metas comunes.
La Iglesia naciente comunicó el evangelio con entusiasmo y fidelidad. Toda su doctrina es una verdad llamada Cristo: "No nos predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús como Señor, y a nosotros como siervos vuestros por Jesús." (II Corintios, 4,5)
[1] Lumen Gentium, n.9
[2] Cf, Hechos 8,28-39
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