El número tres se manifiesta con notable frecuencia en la Sagrada Escritura para expresar la unidad, la armonía, la totalidad y la perfección. “Santo, Santo, Santo”, tres veces claman las cortes celestiales a las personas divinas de la Santísima Trinidad. Son realmente numerosas las referencias bíblicas y los estímulos a la meditación que se nos ofrecen para profundizar en el significado y valor del tercer día. Dichos sucesos comparten una estructura, es un mismo patrón que se repite: habrá un acontecimiento inicial de tribulación, un acontecimiento final de victoria, y en el segundo día, ¿qué hay? Un día de espera enclavado en medio; un día oscuro entre dos acontecimientos. El problema de sendos relatos es que de manera anticipada su protagonista no sabe qué estará inmerso en dicha trama, y normalmente cuando se encuentra en el segundo día, desfallece temiendo que ha sido abandonado por el Señor. Es en la espera, que parece como que Jesús clínicamente está muerto… no responde, ¿será que las oraciones están arribando a un Cielo cerrado? Es vital que comprendamos que la espera puede ser agónica, más en Dios, es un tiempo valioso que llegará a su plenitud; pues las pruebas son momentáneas, pero las promesas eternas. La Pasión del Viernes Santo pertenece al misterio del designio de Dios, y clarifica el Catecismo #599: «La muerte violenta de Jesús no fue fruto del azar en una desgraciada constelación de circunstancias». Es el Sábado Santo el día en que se experimenta el descanso sepulcral de Jesús; el día del silencio de Dios, de su aparente ausencia, de la muerte; pero también el día en el que se anuncia el cumplimiento de la promesa. El tercer día es el de la Resurrección de los muertos, liberación suprema después de la prueba temporal de la existencia terrena. «Venid, volvamos al Señor, pues él ha desgarrado y él nos curará, él ha herido y él nos vendará. Dentro de dos días nos dará la vida, al tercer día nos hará resurgir y en su presencia viviremos» (Oseas 6, 1-2).
Por tanto, podemos vislumbrar en las Escrituras, a la luz de la fe y por medio del Espíritu Santo, las siguientes verdades: Dios nunca abandona ni total ni definitivamente a los justos; Él siempre está dispuesto a ayudarlos, en su propio tiempo, en su día tercero, en medio de las adversidades. Es así como este día significará la esperanza segura del socorro divino; el tercer día es el tiempo de un acto divino de liberación después de una prueba temporal.
«Levantándose, pues, Abraham de madrugada, aparejó su asno y tomó consigo a dos mozos y a su hijo Isaac. Partió la leña del holocausto y se puso en marcha hacia el lugar que le había dicho Dios. Al tercer día levantó Abraham los ojos y vio el lugar desde lejos» (Génesis 22, 3-4). En este contexto recordamos cuando Dios le ordenó a Abraham que sacrificara a su amado hijo. Abraham se propuso obedecer a Dios sin dudar, actuando con la absoluta confianza de que Él arreglaría las cosas de alguna manera.
«Y los puso bajo custodia durante tres días. Al tercer día les dijo José: «Haced esto - pues yo también temo a Dios - y viviréis» (Génesis 42, 17-18). Dios en su providencia, a veces parece duro con los que ama, pero quien le teme, puede esperar siempre un trato justo.
Les dijo: «Id hacia la montaña, para que no os encuentren los que os persiguen. Estad escondidos allí tres días hasta que vuelvan los perseguidores: después podéis seguir vuestro camino.» (Josué 2, 16). La Gracia de Dios siempre nos alcanza justo en donde estemos, Él nos atrae, moldea y transforma.
«Al tercer día, y una vez acabada su oración, se despojó de sus vestidos de orante y se revistió de reina» (Ester 15, 4). Ester estuvo arriesgando su vida, sin embargo sirvió con humildad, y su fe y valentía la mantuvieron firme hasta el momento determinado.
Que Nuestra Madre Celestial sea para nosotros lumbrera en este día de espera, como lo fue aquel sábado junto a la oscuridad de la tumba, y avive el ansia de aguardar por la luz beatifica del Señor.