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“Vuelve siete veces”

By P. Charbel El Alam Agosto 23, 2022

Hoy inicio con la necesidad de expresar mi sincera gratitud, ante todo al Eco Católico, por la  grata oportunidad de poder compartir con ustedes esta hermosa reflexión.

Vuelve siete veces es una estructura repetitiva, repetir una o varias veces algo que se dice o se hace, para conseguir algo que se desea.

Invocar la intervención del Señor insistentemente debería ser para nosotros un hábito y estímulo a no desalentarnos jamás, a no desesperar, ni siquiera en medio de las pruebas más duras de la vida.

En las Sagradas Escrituras, específicamente en los dos libros de Reyes, se presta una atención particular al tema de la perseverancia, revelándonos con claridad y exactitud este tesoro de la Sabiduría Divina.

El gran profeta Elías, célebre  hombre de Dios, quien en el siglo IX A.C. defendió valerosamente la pureza de la fe en el Dios único y verdadero contra la contaminación de los cultos idólatras, nos alecciona acerca de la perseverancia en la oración. Del I Libro de Reyes: “Subió Ajab a comer y beber, mientras que Elías subía a la cima del Carmelo, y se encorvó hacia la tierra poniendo su rostro entre las rodillas.

Dijo a su criado: Sube y mira hacia el mar. Subió, miró y dijo: No hay nada. El dijo: Vuelve. Y esto siete veces.

A la séptima vez dijo: Hay una nube como la palma de un hombre, que sube del mar. Entonces dijo: Sube a decir a Ajab: Unce el carro y baja, no te detenga la lluvia”. (I Reyes 18, 42-44)

Este imponente texto bíblico transluce y define claramente los conceptos centrales de esta reflexión: oración y perseverancia.

Paralelamente a Elías, contemplamos la experiencia de su hijo espiritual Eliseo, narrada en II Reyes 4, 35  “Se puso a caminar por la casa de un lado para otro, volvió a subir y a recostarse sobre él, hasta siete veces y el niño estornudó y abrió sus ojos”.

Otra figura relevante del Antiguo Testamento, necesitó aprender con humildad esta lección valiosa de oración y perseverancia. Naamán, era un buen hombre, abierto a la fe, cuya historia se relata de esta forma:

“Eliseo envió un mensajero a decirle: Vete y lávate siete veces en el Jordán y tu carne se te volverá limpia. Se irritó Naamán y se marchaba diciendo: Yo que había dicho: ¡Seguramente saldrá, se detendrá, invocará el nombre de Yahveh su Dios, frotará con su mano mi parte enferma y sanaré de la lepra! ¿Acaso el Abaná y el Farfar, ríos de Damasco, no son mejores que todas las aguas de Israel? ¿No podría bañarme en ellos para quedar limpio? Y, dando la vuelta, partió encolerizado. Se acercaron sus servidores, le hablaron y le dijeron: Padre mío; si el profeta te hubiera mandado una cosa difícil ¿es que no la hubieras hecho? ¡Cuánto más habiéndote dicho: Lávate y quedarás limpio! Bajó, pues, y se sumergió siete veces en el Jordán, según la palabra del hombre de Dios, y su carne se tornó como la carne de un niño pequeño, y quedó limpio”.  (II Reyes 5, 10-14)

Finalmente, meditemos atenta y reposadamente cómo se obtuvo la victoria contra los enemigos, en el libro de Josué 6, 15-16: Que el séptimo día, se levantaron con el alba y dieron la vuelta a la ciudad siete veces. La séptima vez, los sacerdotes tocaron la trompeta y Josué dijo al pueblo: “¡Lanzad el grito de guerra, porque Yahveh os ha entregado la ciudad!”.

Ya posteriormente en el Nuevo Testamento, el episodio de la viuda se enmarca en ese contexto y nos lleva, a través de la mirada de Jesús, a fijar la atención en el gesto de una viuda, muy insistente pidiendo justicia.

Había en aquella ciudad una viuda que, acudiendo a él, le dijo: ¡Hazme justicia contra mi adversario! Durante mucho tiempo no quiso, pero después se dijo a sí mismo: Aunque no temo a Dios ni respeto a los hombres, como esta viuda me causa molestias, le voy a hacer justicia para que no venga continuamente a importunarme.

Dijo, pues, el Señor: “Oíd lo que dice el juez injusto; y Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos, que están clamando a él día y noche, y les hace esperar? Os digo que les hará justicia pronto. Pero, cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará la fe sobre la tierra?” (Lucas 18, 3-8)

No existe absolutamente nada que no pueda ser conseguido a través de la oración perseverante: provisión  como Elías,  milagros como Eliseo, sanidad física como Naamán, victoria sobre el enemigo como Josué, justicia como la viuda.

Esta debe ser la actitud correcta de quien construye la propia vida interior en Dios, edificada sobre la roca firme de su Palabra, y confiando totalmente en Su poder.  El Señor no cierra los ojos ante las necesidades de sus hijos, y, si a veces pareciera insensible a sus peticiones, es sólo para ponerlos a prueba y templar su fe.

Las oraciones no tienen fecha de vencimiento. Es imprescindible recordar siempre las incontables ocasiones en que Dios ha respondido a nuestras peticiones, aún cuando nosotros mismos quizá hayamos olvidado el momento primero en que tocamos la ventana del Cielo pidiendo dicha gracia.

Esta verdad resplandece de modo singular en el testimonio de Daniel: “No temas, Daniel, porque desde el primer día en que tú intentaste de corazón comprender, y te humillaste delante de tu Dios, fueron oídas tus palabras, y precisamente debido a tus palabras he venido yo”. (Daniel 10, 12).

“En esto está la confianza que tenemos en Él: en que si le pedimos algo según su voluntad, nos escucha”. (I Jn 5, 14).

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