El mismo Vaticano II reafirma los límites a que está sujeta la autoridad: “El ejercicio de la autoridad política… debe realizarse siempre dentro de los límites del orden moral para procurar el bien común –concebido dinámicamente- según el orden jurídico legítimamente establecido o por establecer. Es entonces cuando los ciudadanos están obligados en conciencia a obedecer” (Gs.74).
Es evidente que, cuando no se dan esas condiciones, no existe ya obligación de obedecer y, en consecuencia, el ciudadano cristiano puede y debe escoger otras alternativas que le sugiera el buen criterio que ha de ser para él exclusivamente el que anima a la Palabra de Dios y al Magisterio de la Iglesia.
Con todo ello tiene que ver lo referente al tema de la “soberanía popular”, cuyos límites están puestos igualmente por las enseñanzas del mismo Vaticano II. De ahí la condena sistemática por parte de la Iglesia de los sucesivos totalitarismos que han ido apareciendo hasta nuestros días. No caben en el plan original de Dios y ni en el Evangelio y, en consecuencia, en lo que ha de enseñar la Iglesia, sino más bien condenar y combatir el buen cristiano y ciudadano con sano juicio, acorde con la ley moral y el bien común, superiores a la misma elección popular.
En conclusión, la Palabra de Dios excluye la soberanía ilimitada del hombre sobre el hombre. El único soberano es Dios, el único Señor es Cristo. Y, como se ha afirmado tan lindamente, “el hombre sólo puede tener autoridad sobre los hermanos cuando está al servicio del bien de todos”. Note, “de todos” y no de una minoría egoísta y exclusiva.
Seguimos otro día, Dios mediante.