Nos interesa continuar nuestra serie de artículos, abordando el tema del control de un grupo sobre cada uno de sus miembros y del control sobre quien (es) ejerce el poder. Respectivamente, se trata de control social y del control del poder. ¿Qué interesa tratar estos asuntos para la vida de la Iglesia? Pues, la comunidad eclesial está basada históricamente en el acontecimiento de la renovación de las relaciones humanas realizado por Jesús de Nazareth, ¡El Señor!, en su Pascua (Pasión, Muerte en Cruz y Resurrección). Ello trae una implicación que a la luz del Evangelio no puede evadir la consciencia católica para enriquecer el estilo de las relaciones entre bautizados y con quienes no lo son.
El control social está compuesto por todos los mecanismos mediante los cuales una persona es integrada a un grupo o comunidad que, en perspectiva de ejercicio de poder, significa llevarla al consenso de grupo que legitima a las autoridades (detentadores de las decisiones con capacidad real de aplicarlas). Es un proceso de legitimación que se da por modos sutiles y, también, abiertos y claros.
En sentido sano, se corresponde a la socialización. Ahora bien, siguiendo las luces de amor del Evangelio, la integración de los fieles en la comunidad eclesial o sus pequeños grupos ha de tener por norte la misericordia y la fraternidad, evadiendo los riesgos del sometimiento y la dominación; en otras palabras, los riesgos de la deshumanización. Estamos poniendo la atención, en particular, de los procesos de iniciación cristiana e inserción en la vida parroquial o de un grupo o pequeña comunidad o movimiento. Conforme con el “espíritu de las bienaventuranzas” la socialización o iniciación en la vida eclesial ha de respetar la libertad de la consciencia. La perseverancia en la fe no debe construirse como un mero proceso de control social basado en la sutil amenaza o explotación del miedo, por ejemplo. Porque más que control social la comunidad eclesial ha de basar su cohesión interna en la experiencia común de liberación (kerigma).
¿Cómo evitar que el poder sea dominación y no servicio? Entramos al punto del llamado control del poder. En la teoría del derecho constitucional contemporáneo es pacífico considerar que la autoridad debe ser controlada de previo a la toma misma de decisiones tanto como en su ejecución; todo en función de respetar la dignidad de cada uno de los miembros de la comunidad civil o política, por el mero hecho de ser persona humana -única, valiosa e irrepetible-. El Estado es controlado, sus decisiones tienen límites, y las autoridades que ejercen tal poder estatal son controladas a priori y a posteriori en sus decisiones y sus actos. Por eso, hay tres grandes órganos entre quienes se divide la función de crear las normas, ejecutarlas-administrar, y dirimir los conflictos (legislativo, ejecutivo y judicial, respectivamente). El poder tiene límites y esto mantiene una sana y madura convivencia entre las personas.
En el caso de la forma política de la sinodalidad que es la propia de la Iglesia, el control sobre los que tienen capacidad de decisión viene establecida, en su forma jurídica, por los cánones; y en su vertiente moral, por el sacramento de la reconciliación y la corrección fraterna (poco conocida y poco experienciada correctamente). Es decir, la forma sinodal de ser la Iglesia abre toda una cantera para la reflexión teológica pastoral sobre dos puntos clave: ¿cómo fomentar relaciones basadas en la cohesión de la comunión (o koinonía) cada vez más sanas y fecundas? Contestar a esa pregunta equivale a reconocer la específica naturaleza de los vínculos en la Iglesia, los auténticos: no meramente religiosos sino cristianos. El segundo punto es preguntarse ¿cuáles son los mecanismos eficaces para la prevención del abuso de poder y el fomento de un poder que es servicio?
Quedaría incompleto si olvidáramos que, en cuanto realidad también humana, la eclesial tiene la complejidad de que el ejercicio del poder y el “control social” pasan por la conformación a lo interno de grupos basados en afinidades; vinculaciones de las cuales es necesario ser conscientes, para evitar tanto el abuso espiritual como la esterilización de las así llamadas “argollas”, riesgo de supeditar la comunión a intereses particulares. Pues sería ahí donde el poder se torna antievangélico y “día-bólico” (divisor).
Por lo tanto, no se puede ver la Iglesia como “mi grupo”, “mi lugar” donde yo me impongo a fuerza de poder y otros me obedecen porque soy el que “manda”, porque soy el coordinador y punto, ¡no! Ciertamente, la Iglesia no es una democracia, ya lo decía con vehemencia el entonces Cardenal Ratzinger, pero sí es una familia, una comunidad de hermanos, de amigos en Cristo (cf. Jn. 15, 15) que saben que sus decisiones tienen como norma fundamental el Amor, el del Evangelio de Cristo, único Señor y Maestro que da la vida por sus hermanos (Jn. 15, 13). El resto de su Cuerpo, somos sus discípulos y vamos en su seguimiento, en un mismo camino, juntos, en diálogo y comprensión -aunque cueste- y también en perdón y paciencia. ¿No necesitamos acaso todos también ser comprendidos y perdonados?
