Yo acababa de llegar de Europa, en donde hubiese celebrado la Navidad bajo el bombardeo de los anuncios comerciales, entre luces y música, con el riesgo de no dejarme conquistar y conmover por el misterio del Amor hecho Niño… El encuentro entre aquel muchacho karimoyón y Dios, en la Navidad africana, con el regalo de la Eucaristía, me resultó todo un símbolo claro y elocuente de nuestra historia y, para cada persona: aunque celebremos la Navidad en el lujo, aunque “no nos falte nada” siempre seremos unos pobres necesitados de la riqueza divina que nos “revista”, de aquello que el pecado y el egoísmo nos arrebataron.
Una gran alegría
“El Ángel del Señor despertó a los pastores y les dijo: Les anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo, les ha nacido hoy un Salvador, que es Cristo el Señor” (Lc 2,10-11). Desde aquella noche los hombres seguimos a los pastores, vamos a Belén y encontramos al Señor, lo contemplamos en el pesebre y en el regazo de María, su Madre.
Lo buscamos porque Él primero nos busca y ha venido a poner su morada entre nosotros, y nos despierta en nuestra “noche”, para envolvernos, como a los pastores, “en su luz” (Lc 2,9). Las señales para poderlo encontrar y reconocerlo son inconfundibles, son las mismas de mi primera Navidad africana, son las señales “divinas”. Dios no ha cambiado su estilo. Él sigue viniendo, buscándonos, pero en su “contrario”; es decir que, siendo omnipotente, viene en la debilidad de un Niño frágil; siendo Creador y Señor viene y descansa en un pesebre porque “no hay sitio para Él en la posada” (Lc 2,7); siendo Él, el completamente Otro, lejano y trascendente, se nos acerca necesitado de todo, como lo es un niño recién nacido. “Siendo de condición divina, se anonadó”, afirma escuetamente San Pablo (Flp 2,6).
Hay una secreta y dura resistencia, en todos nosotros, para aceptar este “estilo divino”, pero no hay alternativa, como no la hubo para los Reyes magos: “ellos se presentaron en Jerusalén” y se acercaron al rey Herodes, nos informa el evangelista Mateo (2,1), pero tuvieron que ponerse en camino para Belén, “la menor entre los clanes de Judá” (Mt 2,6), hacia un pesebre, para encontrar al Rey y Señor.
Todos buscamos a Dios
Todos, de algún modo, buscamos a Dios, pero lo verdaderamente importante es que le busquemos en donde Él se nos manifiesta, en donde Él nos espera. Allá y sólo allá podemos ofrecerle lo poco que tenemos, para recibir lo mucho que Él nos ofrece, a saber, a sí mismo, al Emmanuel, “Dios-con-nosotros”. Sólo así podemos hacer nuestra la declaración gozosa del anciano Simeón: “Mis ojos han visto tu salvación, la que Tú has preparado para todos los pueblos” (Lc 2,30). Sólo así podremos ser mensajeros del verdadero gozo de la Navidad.
Nunca lo comprenderemos suficientemente, porque es demasiado grande el misterio y nuestro corazón demasiado pequeño, diría el Santo Cura de Ars, pero esa es la verdad: en el rostro del Niño, se nos revela el rostro de Dios Padre “compasivo y misericordioso” (St 5,11) y el contemplarle en Belén, nos hace brotar irresistible el impulso de repetir el gesto de los ángeles, es decir, de salir, de volar, para gritar con todo lo que somos: “Les anuncio una gran alegría, que lo será para todos” (Lc 2,11).
Es inmensa nuestra tarea de nuevos “mensajeros”. Nos urge vivir en el amor, sintiéndonos solidarios con todos, con los más excluidos, con los más lejanos… sin discriminación alguna. ¡Es Navidad! Fortalecidos por la convicción que nos anuncia el misterio de Belén, a saber, que en la historia humana, aunque marcada por el mal y el sufrimiento, la última palabra pertenece a la Vida y al Amor que contemplamos en el Niño de Belén.