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Ligero de equipaje, pero cargado amor

By Mons. Vittorino Girardi S. / Obispo emérito de Tilarán-Liberia Julio 05, 2021

Estaba metido de lleno en la actividad de la Universidad Pontificia de México, ocupado particularmente en la cátedra de Cristología, de Misionología y de Filosofía Contemporánea, y a la vez estaba prestando un servicio en la Conferencia Episcopal de México, como Secretario Ejecutivo de la Comisión Episcopal de la Doctrina de la Fe, cuando recibí un fax de mi Superior General que me “invitaba” a pasar a Costa Rica. Antes del Concilio Vaticano II, los superiores “mandaban”, ahora, “invitan”, pero el significado es el mismo: hay que obedecer, y con alegría, conscientes de que la obediencia ayuda al misionero a mantenerse en una labor que corresponda plenamente a su vocación. Ella implica necesariamente, la salida.

Jamás hubiese pensado en aquel cambio. Después de 11 años de permanencia en México, en un trabajo en que me sentía plenamente realizado, me parecía ya tan natural seguir en mi servicio en la universidad Pontificia: casi había olvidado que es propio del misionero, salir, estar en camino, en una constante actitud de plena disponibilidad. El misionero no se ha comprometido necesariamente a la eficacia, al éxito, sino a la obediencia, ya que está consciente de que el misterio de la Salvación se realizó por aquel que se hizo obediente y obediente hasta la cruz (cfr Flp 2, 6-11).

Llegué a Costa Rica, a finales de febrero de 1993 y, el primero de marzo, empecé el año escolar en el Seminario Nacional de Costa Rica. Ahí estuve ayudando con las clases de Antropología Sobrenatural, y de Filosofía, a la vez que prestaba mi servicio en el Seminario de los Misioneros Combonianos.

La acogida extraordinariamente cordial y atenta, “a lo tico” de todos los que iba conociendo en esta tierra de Nuestra Señora de los Ángeles, ha ido sanando la inevitable “herida” producida por el “arrancón” de todo y de todos los que había dejado en México. Y es justo que sea así: si los misioneros no sufriéramos cuando nos vamos, significaría que no hemos amado al pueblo y a la comunidad a que el Señor nos había destinado y con quien hemos compartido ideales, fatigas, oración, cariño…

El misionero es un “nómada”; es ley de vida para él, el irse, salirse, pero con una profunda diferencia: el nómada se va cuando ya no hay “pasto”, y busca otros… mientras que el misionero se va precisamente cuando los lazos y vínculos de afecto ya han crecido y siente que está llamado a “empezar de nuevo”, simplemente.

 

Obispo de Tilarán

 

Me encontraba en México, dando un breve curso en el Instituto Mexicano de Doctrina Social Cristiana (INDOSOC), aprovechando de las vacaciones cortas entre el primero y el segundo semestre que tenemos en Costa Rica.

El 8 de julio de 2002, inesperadamente, allá en México, recibí una llamada del Nuncio del Papa en Costa Rica. Se me comunicaba que San Juan Pablo II me había nombrado Obispo de la Diócesis de Tilarán, en el norte de Costa Rica. Sorprendido, aún hoy no olvido la respuesta, completamente fuera de tono que le di al Nuncio. “Y es que estoy dando clases”, le dije…

Se me pedía, otra vez, “salir de mi tierra, para ponerme en camino, sin saber adonde iba, en pura fe” (Hb 11, 8-9). Casi nada sabía yo de la Provincia de Guanacaste, que corresponde a la Diócesis de Tilarán; para mi era “tierra extraña” (Hb 11, 9). Hacía 9 años que vivía en Costa Rica, y sólo en una ocasión, había viajado a Guanacaste, y ahora se me pedía ser Obispo y Pastor de aquella gran Familia.

Si antes se me había pedido “salir” de Italia, de España, de Kenya (África), de Roma y de México, sin embargo, anímicamente, podía decir que me había quedado en mi “mundo”, a saber, el de la formación de futuros misioneros, sacerdotes y consagrados, mientras que ahora debía asumir las exigencias del salir, en un sentido más radical y entonces, más verdadero, dejándolo todo para entrar en otro “mundo”, el del apostolado directo.

Fueron 14 años de constante salida, la de un “misionero itinerante”. Me propuse estar cerca de mis fieles, de mi pueblo, inclusive en sentido geográfico… La Diócesis, que actualmente se llama de Tilarán Liberia, abarca más que 600 Comunidades que, a su vez, están integradas en 36 parroquias. Hice lo posible para para organizar las Visitas Pastorales quedándome, al menos durante una semana en el territorio de cada parroquia. Me resultaban días llenos, “migrando” de comunidad en comunidad, celebrando en sus capillas, con frecuencia, muy humildes capillas, visitando a las familias en que había algún enfermo o muy anciano, y encontrándome con los grupos encargados de las varias áreas de la vida cristiana de la propia comunidad.

Nunca en mi vida anterior me había servido de tan variados medios de transporte, desde el más común, el carro de las parroquias, al barco, al caballo… Y no olvido las inesperadas largas caminatas.

 

Un don valiosísimo

 

Esos 14 años como Obispo misionero, me hacían recordar frecuentemente una conocida afirmación de la Patrona principal de las Misiones, Santa Teresa del Niño Jesús: “Dios, nunca pone en nuestro corazón un deseo, si no es para que se realice”… Yo había dejado el Seminario de mi Diócesis, allá en el norte de Italia, con el deseo de ser misionero, y serlo de verdad, con la gente con que soñaba que un día fuera “mi gente”. Tuve que esperar, pero finalmente llegó la hora de Dios, y con profunda e intensa gratitud, ahora, ya Obispo emérito, valoro esos años, como un don valiosísimo de Dios, con que Él ha realizado el deseo, que un día hizo brotar en mi corazón y, de ese modo, experimenté y continúo experimentando la belleza de la vocación misionera. Es la vocación que hacía exclamar a nuestro Padre y fundador, San Daniel Comboni, “mil vidas daría por la salvación de África”.

Y en verdad, es tan poco lo que el misionero da en comparación con lo que va recibiendo. Con el pasar de los años, va experimentando toda la verdad de las palabras de Jesús a Pedro: “les digo con toda verdad, nadie que haya dejado casa, hermanos o hermanas, padre o madre, o hijos por amor a mí y por amor al Evangelio, quedarán sin recibir cien veces más en esta vida y la vida eterna” (Mc 10, 29-30).

Mientras estoy escribiendo, me acompaña el recuerdo de un misionero Comboniano, Padre Esteban Patroni, quien, por los ya lejanos años 50, había trabajado en tierras mexicanas. Como se ha dicho y escrito de él, el suyo fue “el paso de un santo” por el extenso México. Pues bien, ya cercano al momento de la muerte, él con plena serenidad, salpicaba su lenta conversación, repitiendo: “el día más bello de la vida de un misionero, es el día de su muerte”. ¡El Padre Esteban, ya estaba saboreando su “ciento por uno”!

 

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