“Servir a Dios, liberados del pecado, hace madurar frutos de santificación para la salvación de todos”.
Cf. Romanos 6, 22.
«Que el Señor los haga crecer cada vez más en el amor mutuo y hacia todos los demás, semejante al que nosotros tenemos por ustedes» (I Tesalonicenses 3, 12).
Al iniciar el Tiempo de Cuaresma, se nos presenta la oportunidad de mostrar nuestro amor cristiano, para pasar de las palabras a los hechos y de encarnar lo que el Evangelio nos manda a hacer con el hermano que está en necesidad.
Precisamente, ese es el llamado que este año nos hace el Papa Francisco en su mensaje para este tiempo de gracia que vive la Iglesia, en el número 1: «Si es verdad que toda nuestra vida es un tiempo para sembrar el bien, aprovechemos especialmente esta Cuaresma para cuidar a quienes tenemos cerca, para hacernos prójimos de aquellos hermanos y hermanas que están heridos en el camino de la vida (cf. Lc. 10,25-37)».
Muchos son nuestros hermanos sumidos en el drama de la pobreza y la pobreza extrema; otros son abandonados por razones de su edad o por enfermedad; hay hermanos que dejan sus tierras para buscar un mejor horizonte sin poder encontrarlo; también hay hermanos a los que no se les permite nacer... Todos ellos claman la ayuda de alguien que les consuele o que simplemente los acompañe.
El mundo todavía arrastra graves consecuencias generadas por la pandemia provocada por el COVID-19; esto también ha dejado en estado de vulnerabilidad a personas que han perdido familiares y seres queridos en general. Muchas personas están en situación de desempleo y también han sufrido el drama por no poder suplir todas sus necesidades para tener una vida digna. Nuestro país debe unirse para superar y resolver una serie de problemáticas, si queremos vivir en paz y en procura de un desarrollo integral para todos.
Cuaresma es un llamado a que renovemos nuestro corazón y podamos construir caminos de solidaridad. En todo tiempo, pero más ahora, estamos llamados a hacer el bien, y esta exhortación la dirigimos a todas las personas, católicos y creyentes, especialmente; pero a todos debe llegar este clamor, pues somos parte de una sociedad en la que ahora más que nunca necesitamos unos de otros.
«La Cuaresma es un tiempo propicio para buscar –y no evitar– a quien está necesitado; para llamar –y no ignorar– a quien desea ser escuchado y recibir una buena palabra; para visitar –y no abandonar– a quien sufre la soledad. Pongamos en práctica el llamado a hacer el bien a todos, tomándonos tiempo para amar a los más pequeños e indefensos, a los abandonados y despreciados, a quienes son discriminados y marginados», nos dice el Santo Padre en su mensaje cuaresmal, número 2.
Para los creyentes, este llamado a hacer el bien surge del encuentro con una persona, Jesucristo, quien nos marca el camino; imitando sus sentimientos se nos llama a la unidad, a tener un mismo corazón y a buscar el bien de los demás (cfr. Flp. 2, 1-11).
La Cuaresma también está marcada por el itinerario que nos lleva a vivir el centro de nuestra fe: la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo. Nos preparamos, por tanto, durante cuarenta días con una serie de prácticas que nos permiten despojarnos del hombre viejo, para renovarnos en el espíritu y revestirnos de un hombre nuevo creados a imagen de Dios en la justicia y santidad (cfr. Ef. 4, 22-24).
Invitados a la oración, al ayuno y al desprendimiento generoso, se crea el ambiente ideal para hacer el bien. Dios que ve en lo escondido sabrá recompensar nuestras buenas acciones (cfr. Mt. 6, 16-18).
Lejos del bullicio, que muchas veces tenemos en la sociedad, dedicar un momento a la oración nos permite escuchar la voz de Dios; los creyentes no podemos hacer oídos sordos al Señor que nos llama a practicar obras de misericordia, ni podemos poner oídos sordos a muchos de nuestros hermanos que claman por apoyo.
Al practicar el ayuno nos daremos cuenta que podemos fortalecer nuestro espíritu, que no dependemos sólo de lo material, sino que somos personas que estamos llamadas a la vida eterna.
«Servir a Dios, liberados del pecado, hace madurar frutos de santificación para la salvación de todos (Cf. Romanos 6, 22)», reafirma el Papa Francisco en su mensaje para la Cuaresma, número 1.
Finalmente, al desprendernos de algo que poseemos para darlo a los demás, sabremos que la verdadera felicidad está en entregarnos por completo, nos pondremos en el camino de la solidaridad que nos ayudará a construir una sociedad mejor, más fraterna y más justa.
Con disposición de corazón preparemos este tiempo para vivirlo con la confianza puesta en aquél que en su misterio pascual se entrega a la muerte y muerte de cruz para darnos la salvación. Sólo en Jesús nuestra humanidad tiene esperanza.
«Porque si nos hemos identificado con Cristo por una muerte semejante a la suya, también nos identificaremos con él en la resurrección. Comprendámoslo: nuestro hombre viejo ha sido crucificado con él, para que fuera destruido este cuerpo de pecado, y así dejáramos de ser esclavos del pecado» (Rm. 6, 5-6).
Obispos de la Conferencia Episcopal de Costa Rica felicitan a la ciudadanía por su civismo y reiteran llamado a unir esfuerzos para mejorar la calidad de vida.
7 de febrero, 2022.
Pasadas las Elecciones Nacionales, los Obispos de la Conferencia Episcopal de Costa Rica agradecen a Dios por una jornada más que ha consolidado nuestro sistema democrático y por el civismo mostrado por la ciudadanía.
“Como una sola familia, Costa Rica salió a votar este 6 de febrero. Felicitamos a todos quienes han participado de esta jornada electoral con su voto; así como a todos quienes pusieron su nombre para ser tomado en cuenta para un cargo de elección popular”, manifestaron.
Pese a cifras de abstencionismo, hasta el momento sumamente alto, los Obispos animan y exhortan a seguir protegiendo los valores de nuestra nación y un sistema que requiere del apoyo de todos para que la representación ciudadana se haga sentir y la democracia se pueda fortalecer.
“Felicitamos a los diputados que han sido electos y les llamamos a que puedan trabajar por legislar en favor del bien común, protegiendo, especialmente los intereses de los más desprotegidos”, destacaron.
Carta de los Obispos de la Conferencia Episcopal de Costa Rica al Pueblo de Dios que peregrina en nuestra nación y a todas las personas de buena voluntad, con motivo de la celebración del bicentenario de la independencia patria.
“Para ser libres nos liberó Cristo. Manténganse, pues, firmes y no se dejen oprimir nuevamente bajo el yugo de la esclavitud” (Gál. 5,1)
Introducción
«Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón» (Gaudium et Spes, 1).
Desde esta verdad sobre la Iglesia, enseñada por el Concilio Vaticano II (1962-1965), nosotros Obispos, pastores de la Iglesia en Costa Rica, queremos unirnos al regocijo con que nuestra nación celebra el bicentenario de nuestra independencia patria.
El bicentenario que celebramos nos permite, con humildad y con gratitud a Dios, redescubrir las luces que se han manifestado con claridad a la largo de nuestra historia y, a la vez, reconocer las sombras que las han acompañado, también en la tarea de la Iglesia, por lo que hacemos nuestro humilde reconocimiento.
«A través de una rica experiencia histórica, llena de luces y de sombras, la gran misión de la Iglesia en Costa Rica ha sido su compromiso en la fe con el ser costarricense: para su salvación eterna, su superación espiritual y plena realización humana» (cfr. Medellín, Introducción, 2; Puebla, 6 y 13; Aparecida, 5 y 20).
Con San Juan Pablo II (1978-2005), recientemente declarado «ciudadano de honor» de nuestra nación, queremos «recordar el pasado con gratitud, vivir el presente con pasión y abrirnos al futuro con confianza» (Novo Millenio Ineunte, 1).
Fue un costarricense, don Pablo de Alvarado Bonilla (1785-1851), para entonces estudiante de medicina en Guatemala, quien en 1808 fue el primero en Centroamérica, al menos que se tenga noticia hasta hoy, que alzó su voz, mediante un escrito público, a favor de la libertad de los pueblos americanos contra el sistema de gobierno establecido por los españoles.
Asimismo, hay que destacar el papel sobresaliente que, en el contexto de las Cortes de Cádiz (1808-1813), desplegó nuestro representante, el sacerdote P. Florencio Castillo (1778-1834), hoy benemérito de la patria, quien, con una particular sensibilidad humana y social, levantó su voz para defender la libertad completa de los indígenas y la concesión del derecho de ciudadanía a los afrodescendientes nacidos en América.
No se pueden generalizar los acontecimientos en torno a la independencia para todas las naciones centroamericanas, pues cada una tuvo sus particularidades. Así como también hay que ubicar debidamente el papel de la Iglesia católica frente a la independencia en sus diferentes ámbitos, es decir, la Santa Sede, los Obispos, los sacerdotes, los religiosos y los fieles, siempre en el contexto histórico de los acontecimientos. Particularmente necesario es saber comprender la actitud de los Romanos Pontífices y de los Obispos de entonces, siempre en su adecuado contexto y valorando su paulatina comprensión y aceptación del fenómeno independista latinoamericano.
El mismo 13 de octubre de 1821, en el acta de la sesión en que se conocieron dichos documentos, las autoridades y los vecinos de Cartago acordaron que se «mandase decir una Misa de rogación el domingo 21 del corriente mes de octubre, a María Santísima Nuestra Señora con el título de los Ángeles, Patrona General de esta Ciudad, a fin de que se digne interponer con su Hijo Santísimo nos favorezca con los auxilios de su santísima gracia para nuestras determinaciones». El amparo de Nuestra Señora de los Ángeles acompañó a nuestra naciente patria en esos momentos, como lo ha hecho siempre desde su hallazgo en 1635.
El 25 de octubre siguiente fue nombrada una Junta Superior Gubernativa para estudiar la situación, invitándose a los demás pueblos a enviar sus legados. Hasta que, el 29 de octubre de 1821, el Ayuntamiento de Cartago y los demás delegados de los pueblos, aprueban la independencia definitiva de España.
El 12 de noviembre de 1821 fue nombrada otra Junta Superior Gubernativa presidida por el P. Nicolás Carrillo Aguirre (1764-1845). Esta Junta elaboró un pacto social en el que Costa Rica se daba organización propia, y es la que se considera la primera Constitución de nuestra patria. Es el llamado «Pacto de Concordia», que entró en vigencia el 1º de diciembre de 1821. La redacción de dicho documento tuvo como base la propuesta escrita que envió desde Guatemala el costarricense, antes mencionado, don Pablo de Alvarado Bonilla (1785-1851).
Según el «Pacto de Concordia» Costa Rica sería gobernada por una Junta Superior Gubernativa, compuesta por siete miembros y tres suplentes; estaría el Estado en total libertad y posesión exclusiva de sus derechos y reconocería la libertad civil, la propiedad y demás derechos naturales y legítimos de toda persona y de cualquier pueblo o nación.
Aparte de los veinte firmantes del «Pacto de Concordia», otros cinco sacerdotes también habían sido elegidos o participado como miembros propietarios o suplentes de la Junta de Legados de los Pueblos, pero no llegaron a suscribir el texto constitucional por diversas razones, son ellos el P. Manuel Luciano Alfaro Arias (1782-1831) legado de Alajuela, el P. José Joaquín Alvarado y Alvarado (1780-1824) inicialmente designado como legado de Tres Ríos, el P. José María Arias Zamora (1783-1851) inicialmente legado por Alajuela, el P. José Gabriel del Campo Guerrero (1788-1862) inicialmente nombrado legado por Cot, Quircot y Tobosi y el P. Félix de Jesús García Muñoz (1758- 1834) desinado inicialmente suplente por Heredia.
Los demás miembros de la Junta fueron prominentes ciudadanos, quienes, dado el contexto del momento, todos eran laicos con clara consciencia cristiana.
Estos sacerdotes aportaron lo mejor de su saber y de su espíritu cristiano en el inicio de la construcción de la organización jurídica del Estado de Costa Rica, en la redacción del «Pacto de Concordia» y en las decisiones de las siguientes Juntas Gubernativas.
También muchos sacerdotes de entonces participaron activamente en la apasionada discusión que enfrentó a los costarricenses por breve tiempo, en torno a la anexión al Imperio de Agustín de Iturbide (1821-1823) en México o a declararnos del todo independientes.
Además, la mayoría de los sacerdotes antes mencionados y muchos otros, por elección de los ciudadanos de los pueblos, participaron en las siguientes Asambleas Constituyentes y Legislativas que establecieron y desarrollaron las bases jurídicas del nuevo Estado y contribuyeron a la estabilidad social y política de la que gozó Costa Rica después de la independencia.
Como en todo el período colonial, los sacerdotes en Costa Rica, y en ellos la Iglesia, jugaron un papel de primer orden en el campo educativo, de salubridad, de guías de las comunidades, y, al momento de la independencia, contribuyeron en la organización y en la estructuración del nuevo Estado de Costa Rica.
Era la realidad de ese momento histórico, dadas las circunstancias de entonces, al constituir el clero un sector intelectualmente preparado, con un liderazgo innegable y capaz de dar luces en tan difícil coyuntura.
Antecedentes geográficos (lejanía de la capital y de sus autoridades), económicos (la Provincia más pobre de Centroamérica), comerciales (sin abundantes riquezas minerales por explotar), étnicos (la Provincia menos poblada, con fuerte mestizaje, sin grandes castas aristocráticas o sociales, convivencia entre los diversos sectores raciales y sociales), de gobierno colonial (no fue diputación provincial, ni intendencia, ni ninguna otra estructura gubernamental) y eclesiásticos (sin Diócesis propia, tan sólo con un Vicario General, con pocas y pobres parroquias, con carencias en la recolección de los diezmos, con la única presencia de la orden franciscana en su territorio, con las cofradías que favorecieron la inclusión social de las diversas etnias). Todo ello contribuyó que a la hora de la independencia Costa Rica pudiera organizarse de manera más coordinada y estable.
Los habitantes de Costa Rica teóricamente debían acudir a las autoridades de Guatemala para resolver sus conflictos, pero debido a los altos costos económicos que ello implicaba, se estableció la práctica de llegar a acuerdos, negociando la solución a los conflictos entre los mismos actores. Esta práctica negociadora se hizo cultura y se aplicó al momento de la independencia, la concordia es también herencia de nuestra realidad colonial, no lejos del espíritu cristiano y parte esencial de nuestra identidad costarricense.
La mencionada presencia exclusiva de los franciscanos en nuestro territorio dejó su huella, pues, valores evangélicos acentuados en la espiritualidad franciscana, como la libertad de espíritu y la alegría, la fraternidad universal y el respeto mutuo, la solidaridad y la preocupación por los más vulnerables, el aprecio y el cuidado de la creación, forman parte de nuestro ser costarricense, herencia de la evangelización franciscana.
En este sentido es también fundamental el papel de la devoción a Nuestra Señora de los Ángeles que, desde su hallazgo en Cartago en 1635, ha sido referente del ser nacional y punto de confluencia de todos los costarricenses.
Afrodescendientes, mulatos, indígenas, mestizos, ladinos, españoles, ricos y pobres, han podido ver en ella a quien les protege y su culto ha sido determinante en nuestra configuración fraterna e igualitaria, sin injustas distinciones raciales o sociales de nuestra sociedad. La cofradía a ella dedicada fue también medio para la inclusión social, pues dada la pobreza de la Provincia y sus escasos pobladores, la misma estaba conformada por españoles, mestizos, indígenas, mulatos y afrodescendientes, sin ninguna diferencia ni exclusión –al igual que las demás cofradías en Costa Rica, a diferencia de las demás provincias centroamericanas y del resto de América Latina–, lo cual fue favorecido por el culto y la devoción a la Virgen de los Ángeles que alcanzó un nivel provincial y hasta más allá.
El templo en honor de la imagen de la Virgen de los Ángeles en Cartago se convirtió en el centro religioso y social provincial, más importante incluso que la iglesia parroquial de Cartago y sede del Vicario General, siendo punto de encuentro de los costarricenses, aspecto igualmente esencial de nuestra identidad.
Costa Rica vivió una realidad particular y diferente a lo largo de toda la colonia.
Costa Rica asumió un camino valiente y propio al momento de la independencia.
Costa Rica tomó un camino heroico en la coyuntura de la valerosa lucha contra las huestes filibusteras en la guerra de 1856 y 1857.
Costa Rica apostó a lo largo de toda su historia por el impulso de la educación como medio eficaz de ascenso y promoción social. Costa Rica alcanzó un nuevo acuerdo nacional en la década de los años cuarenta del siglo pasado para asumir las garantías sociales, que gestaron la Costa Rica solidaria y equitativa de buena parte del siglo XX.
Costa Rica selló un acuerdo de paz en 1948, ratificando su vocación pacifista, al abolir el ejército, garantizar la pureza electoral e impulsando un nuevo Estado impulsor de la inclusión social.
Costa Rica compartió con las demás naciones centroamericanas su experiencia de diálogo, paz y concordia, cuando en los años ochenta del siglo pasado llevó el liderazgo en los acuerdos de paz que acabaron con las cruentas guerras que azotaban la región. Cuánto significado tuvo en esta dirección la visita de San Juan Pablo II (1978-2005), a Centroamérica en 1983, y específicamente a nuestro país, donde destacó su vocación a la paz, sin duda una contribución al proceso de pacificación de la región, y por ello, recientemente declarado ciudadano de honor de Costa Rica.
Son hechos que han sellado la historia patria en un sendero de libertad, de búsqueda de la justicia, de la concordia y de la paz social, que hicieron de Costa Rica un modelo reconocido en el concierto de las naciones.
Son herencia católica la defensa de la libertad y de los derechos de los indígenas y de los afrodescendientes, la abolición de la pena de muerte, el valor de la vida, el rechazo al aborto y a la eutanasia, el valor de la familia como célula fundamental de la sociedad costarricense, el matrimonio según el proyecto de Dios, la defensa de los valores humanos como la paz, la justicia y la solidaridad y de los derechos humanos como la educación, la salud y el cuidado del medio ambiente y de los más vulnerables, como los enfermos, los niños huérfanos, los adultos mayores, los encarcelados, los migrantes, con claras iniciativas eclesiales, muy particularmente en la vasta y variada gama de las órdenes y congregaciones religiosas, que han destacado en su obra de bien social y de promoción humana.
En verdadero espíritu cristiano la Iglesia ha manifestado siempre su preocupación por los más pobres y por la justicia social, con diversos aportes a lo largo de nuestra historia desde la Doctrina Social de la Iglesia. Hoy desde la Escuela Social Juan XXIII, la Pastoral Social-Cáritas Nacional, la acción solidaria de muchas expresiones de vida consagrada y las pastorales sociales diocesanas y parroquiales, con un trabajo tesonero, denodado y valeroso, no sólo desde el campo asistencial, sino con muchas obras concretas de promoción e inclusión social hacia los más pobres, los campesinos, los agricultores, los pescadores, personas en situación de calle y los migrantes, entre otros sectores.
La Iglesia, como parte de su misión y servicio a la sociedad costarricense, de manera permanente ha levantado su voz para denunciar injusticias, defender a los pobres y señalar políticas económicas disonantes con el bien común.
«Jesús, con su obra redentora, nos volvió a regalar la libertad, la libertad de los hijos […]. Pensemos en nuestra libertad, en este mundo que es un poco ‘demente’, hasta tal punto que grita ‘¡libertad, libertad, libertad’! Pero es más esclavo, esclavo, esclavo: pensemos en la libertad que Dios, en Jesús, nos da» (Papa Francisco, Homilía, 13 de abril de 2018).
La libertad es tarea permanente, no podemos dar marcha atrás, debemos «mantenernos firmes» en su búsqueda.
Reconocemos de nuevo «los esfuerzos que se han realizado para responder a la emergencia sanitaria del Covid-19, tanto por las autoridades estatales como por tantas personas e instituciones que se han involucrado en la lucha por mitigar las secuelas generadas por la pandemia» (Mensaje al final de la CXXII Asamblea Ordinaria de la CECOR, del 12 de agosto pasado).
Es un presente que, a doscientos años de nuestra independencia, nos apasiona y nos llena de esperanza. Es de justicia reconocer que hay cosas que las hemos hecho bien y que debemos cuidarlas.
En el mensaje al final de la CXXI Asamblea Ordinaria, del 26 de febrero pasado comentamos:
Y en nuestro mensaje al final de la CXXII Asamblea Ordinaria, del 12 de agosto pasado, expresamos:
Y concluye el Papa Francisco, en la misma Encíclica Fratelli tutti, 154, que: «Para hacer posible el desarrollo de una comunidad mundial, capaz de realizar la fraternidad a partir de pueblos y naciones que vivan la amistad social, hace falta la mejor política puesta al servicio del verdadero bien común».
Sin duda, es el gran reto de nuestro frágil presente y todos debemos contribuir por responder a él.
III. Abrirnos al futuro con confianza: «… y no se dejen oprimir nuevamente bajo el yugo de la esclavitud». (Gál. 5,1) 1.
Costa Rica a lo largo de su historia ha construido un camino diferente. Hoy, en medio de un mundo globalizado, inserta en medio de la realidad mundial, del que no puede ni quiere aislarse, debe ser capaz de proyectar una ruta diferente que aporte novedad al concierto internacional, como lo hemos hecho en el pasado, de manera que seamos realmente libres y no caigamos en «el yugo de la esclavitud», debemos potenciar la vía costarricense del diálogo, la concertación, la inclusión, la solidaridad, la subsidiariedad y el respeto por el otro.
Mensaje de los Obispos de la Conferencia Episcopal de Costa Rica
Con ocasión del mes dedicado a la familia y de la Semana de Integración Familiar, del 22 al 29 de agosto, los Obispos de la Conferencia Episcopal de Costa Rica saludamos a todas las familias del país. Conocemos los múltiples y difíciles problemas que acarrean fuertes sufrimientos a lo interno de los hogares y afectan negativamente al núcleo familiar.
La ayuda mutua de sus miembros, la colaboración exterior con que pueda contarse y la confianza en el Señor que nos acompaña y nos dice: «¡Ánimo!, soy yo, no temáis» (Mc 6,50), nos impulsa a atravesar, con esperanza y espíritu renovado, las diversas pruebas que se abaten sobre la familia.
Deseamos y pedimos que las instituciones del Estado y de la sociedad, a través de una cercanía efectiva, apoyen a la familia y salgan en su auxilio ante las graves congojas económicas y de pobreza que padecen, así como de la violencia, la desintegración, la exposición a la droga y otros males que les ataca.
Queremos compartir algunas reflexiones que iluminan el sentido de la convivencia familiar y sus grupos etarios.
Dios, comunidad de personas en recíproca relación de amor y de ideales, ha desplegado toda su caridad y dicha hacia nosotros. Él es modelo y fuente de vida de la familia humana y de cada familia en particular. A Él hay que recurrir constantemente para contemplar, orar, agradecer y dejar que nos haga partícipes, por su amor y gracia, en su propia vida.
Eje básico de la vida familiar es el matrimonio que, para los fieles cristianos, se trata de una hondura inmensa y bella. Así, el varón cristiano se emociona interiormente al experimentarse participado, por pura gracia de Dios, del amor esponsal de Cristo por su esposa, la Iglesia, y se goza que, por esa participación que nutre el sacramento del matrimonio, pueda amar y consagrarse a la mujer que ha elegido como esposa de una manera semejante a como Cristo lo hace con la Iglesia. La mujer, por su parte, imagen e ícono de la Iglesia, amará y se entregará a su marido como la Iglesia ama y sirve a Cristo. Esta relación del hombre y la mujer, cotidiana y permanente, bajo la gracia propia del sacramento del matrimonio, reflejará la relación esponsal de Cristo y la Iglesia. Este es punto nuclear del matrimonio.
En la respuesta que Santa Isabel dio al saludo de María, el día de la visitación, dijo: «Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre» (Lc 1,42). Luego agregó: «… en cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura dio un salto de gozo en mi vientre» (Lc 1,44). Antes, en la Anunciación, el ángel Gabriel dijo a la Virgen María: «… concebirás y darás a luz un hijo» (Lc 1,31). ¡Cómo no saludar, a una mujer encinta, con las mismas palabras de Santa Isabel: «…bendito el fruto de tu vientre» (Lc 1- 44). En la montaña de Judea, las dos madres se gozaron, tanto por el encuentro entre ellas como, sobre todo, por el encuentro de los dos niños presentes y ocultos en sus cuerpos.
Cuando nacieron, los esposos estuvieron presentes en el parto, fueron testigos y actores como padres, del nacimiento de sus hijos (Lc 1,57-66; 2,1-7). Se sigue repitiendo este don admirable de la vida humana en centenares y centenares de familias y en el impresionante Santuario de la vida como es el vientre de la mujer, obra magnifica de las manos paternales y creadoras de Dios. A toda las mujeres, en quienes en estos momentos Dios gesta y desarrolla un nuevo ser humano, en sus vientres, a su imagen y semejanza, las saludamos con la felicitación con que Santa Isabel correspondió al saludo de la Virgen: «… bendito el fruto de tu vientre» (Lc 1,42). El amor conyugal es generoso como el de Dios; da la vida con amor y responsabilidad; no la niega.
El Espíritu Santo promueve la fecundidad de Cristo y la Iglesia creando siempre nuevos hijos, con el oportuno y necesario auxilio evangelizador de la Iglesia. El amor de los esposos cristianos está llamado a la fecundidad. Precisamente, a los niños, Jesús «los acariciaba y los bendecía poniendo las manos sobre ellos» (Mc 10,16). ¡Qué delicado, noble, fructuoso y expresivo gesto de amor esponsal que ha devenido ahora en amor paternal y maternal! ¡Qué necesario y qué buenas consecuencias tiene para los niños el hecho de sentir en su piel las manos cercanas y amorosas de sus padres que los bendicen y les transmiten toda su ternura!
«Los adolescentes no son niños ni son jóvenes. Están en la edad de la búsqueda de su propia identidad, de independencia frente a sus padres, de descubrimiento del grupo» (Aparecida, 442).
«Están llamados a ser centinelas del mañana, comprometiéndose en la renovación del mundo a la luz del Plan de Dios. No temen el sacrificio ni la entrega de la propia vida, pero sí una vida sin sentido. Por su generosidad, están llamados a servir a sus hermanos, especialmente a los más necesitados con todo su tiempo y vida. Tienen capacidad para oponerse a las falsas ilusiones de felicidad y a los paraísos engañosos de la droga, el placer, el alcohol y todas las formas de violencia. En su búsqueda del sentido de la vida, son capaces y sensibles para descubrir el llamado particular que el Señor Jesús les hace” (Aparecida, 443).
Los padres de familia serán los modelos y peculiares ejemplos, pedagogos y formadores de sus hijos. Son los conductores de la barca familiar entre las luces y sombras en que se desenvuelven nuestros adolescentes y jóvenes.
La propia familia debe acoger con gratitud y admiración a sus propios adultos mayores y ancianos. «Ellos trasmiten la experiencia y sabiduría de sus vidas» (Aparecida, 447).
A la hora en que San José y la Virgen María llevaron al Niño al templo para presentárselo al Señor, el anciano Simeón y la anciana Ana, estaban allí y se encontraron. ¡Cómo se repite, en el seno de la vida familiar, el encuentro de los niños y sus abuelos, algunos de ellos ya muy mayores! ¡Cómo se iluminó la esperanza y se gozaron aquellos viejos santos con el Niño en brazos de sus jóvenes papás! (cfr. Lc 2,4-50).
Las familias tienen la gratísima responsabilidad de acercar a Jesús, sobre todo, por la comunión eucarística, a sus personas mayores. Y, acompañarlos con fraternidad y gusto en su vejez, a protegerlos y animarlos, de modo que sigan «dando gracias a Dios y hablando del Niño» a sus hijos y nietos y puedan rezar en la edad avanzada. «Ahora puedes dejar a tu siervo irse en paz, mis ojos han visto a tu Salvador» (Lc 2, 29-38).
«En una época de marcado machismo, la práctica de Jesús fue decisiva para significar la dignidad de la mujer y su valor indiscutible: habló con ellas (cfr. Jn 4, 27), tuvo singular misericordia con las pecadoras (cfr. Lc 7,36-50; Jn 8,11), las curó (cfr. Mc 5, 25-34), las reivindicó en su dignidad (cfr. Jn 8, 1-11), las eligió como primeras testigos de su resurrección (cfr. Mt 28, 9-10), e incorporó mujeres al grupo de personas que le eran más cercanas (cfr. Lc 8, 1-3). La figura de María, discípula por excelencia entre discípulos, es fundamental en la recuperación de la identidad de la mujer y de su valor en la Iglesia. El canto del Magnificat muestra a María como mujer capaz de comprometerse con su realidad y de tener una voz profética ante ella» (Aparecida, 451).
«La relación entre la mujer y el varón es de reciprocidad y colaboración mutua» (Aparecida, 452).
«La mujer es insustituible en el hogar, la educación de los hijos y la transmisión de la fe. Pero esto no excluye la necesidad de su participación activa en la construcción de la sociedad. Para ello se requiere propiciar una formación integral de manera que las mujeres puedan cumplir su misión en la familia y en la sociedad» (Aparecida, 456).
Cuando una pareja se acerca al sacramento del matrimonio, se le pregunta, según el Rito: «¿Están dispuestos a recibir de Dios responsable y amorosamente los hijos, y a educarlos según la ley de Cristo y de su Iglesia?». Cuando los papás se acercan a pedir el bautismo para sus hijos, se les pregunta: «¿Al pedir el bautismo para sus hijos saben que están en la obligación de educarlos en la fe, para que estos niños, guardando los mandamientos de Dios, amen al Señor y al prójimo como Cristo nos enseña en el Evangelio?».
¡Qué impresionante misión y, a su vez, qué tarea tan gratificante formarle al Padre Celestial, a sus hijos adoptivos; a Cristo, sus discípulos y misioneros; al Espíritu Santo, sus templos; a la Iglesia, sus miembros vivos; y a la sociedad y al mundo, ciudadanos correctos y honestos!
Nos solidarizamos con las familias que en este momento no tienen lo necesario para comer, que no cuentan vivienda digna, ni un entorno social saludable. Nuestra cercanía de pastores con las familias que han sufrido por causa de la pandemia, con las que han perdido familiares y viven momentos de dolor como consecuencia de los estragos que esta enfermedad ha dejado en la sociedad.