Mons. Fray Enrique Montero Umaña cumplió 75 años de edad el pasado 6 de noviembre, por esa razón, se prepara para presentar formalmente su renuncia como obispo activo al Papa Francisco, tal como lo establece el Código de Derecho Canónico (canon 401.1).
Cuando llegue el momento de dejar su servicio episcopal en la diócesis que, según dice, lleva muy cerca de su corazón, asegura que su deseo es volver a la vida en comunidad entre los Franciscanos Conventuales, Orden a la cual él pertenece.
“Siempre he sido fraile y quisiera seguirlo siendo ya más en pleno. Espero dedicar los años que aún el Señor me quiera conceder a una vida más serena, de oración, lectura, a escribir lo poco o mucho que el Señor me ha ido regalando a lo largo de los años, y desde luego, a alguna forma de servicio pastoral al Pueblo de Dios”, comentó Mons. Fray Enrique al Eco Católico.
Reveló que aun lidia con los acentos que se le “pegaron” de las lenguas de los países en los que ha estado. Vivió trece años en Roma, uno y medio en Zambia, cuatro en Filipinas y tres en Kenia. Por ocho años viajó regularmente a misiones de los Franciscanos Conventuales en África, Asia y Oceanía.
“Me limito a señalar que el contacto con esos continentes y con tan variados países, te hace sentir cuán amplio y variado es el mundo que nos regaló el Señor, pero también cuán pequeños son los ambientes en que ordinariamente nos movemos”, reflexionó.
Y añadió: “Por otra parte, ese mismo contraste es el que te hace valorar siempre más aquel pedazo de tierra en que naciste, hasta el punto de no querer cambiarlo ni siquiera por los más refinados “goces de Europa”.
Antes de ser obispo, la Diócesis de San Isidro ya lo había acogido, pues aquí inició sus dos primeros años como sacerdote, precisamente él recuerda con cariño su servicio en la Parroquia de Golfito.
“Mi sentimiento crece cuando descubro que no estoy del todo en tierra ajena y que el Pueblo de Dios me ha hecho sentir en todo momento como en mi propia casa”, reconoció.
Vaso de barro
Respecto a sus años de episcopado, responde que percibe pocas diferencias entre la misión a la que se ha sentido llamado como sacerdote, la cual consiste en predicar la Palabra y tratar con todas las fuerzas de encarnarla en su propia vida.
“La diferencia que he notado es que entre más responsabilidad te es encomendada, más experimentas tu debilidad y tus limitaciones. Bendito sea Dios que, al lado de tu pobreza personal, el Señor te hace constatar el poder de su gracia que actúa en ti y en los demás”, afirma.
Señala que las expectativas de la gente respecto al Obispo son muy altas, pero así también es el amor que se recibe y las oraciones dan fuerza y consuelo.
“En estos años -dice- he logrado ver cuán cierto es el Evangelio que te dice una y otra vez que Dios escoge lo pequeño y hasta insignificante para realizar su obra. Las posibilidades que tiene un obispo de hacer el bien son incalculables; lástima que se vean tan limitadas por llevar esos tesoros en “vasos de barro”.
“Santos de la puerta de al lado”
Monseñor dice que en estos años de episcopado lo ha marcado mucho la experiencia de encontrar personas santas en toda la diócesis, utiliza las palabras del Papa Francisco para describirlas como “santo de la puerta del lado”.
Pero por otro lado, también “marca mucho y duele, encontrar tantas personas que, sintiéndose católicas, no tienen, sin embargo, ninguna práctica religiosa, o bien, viven una religiosidad devocional que no va más allá de tradiciones familiares y creencias populares, muy a menudo alejadas del corazón mismo del cristianismo”.
“Duele mucho también -lamenta- saber que hay personas buenas alejadas de la Iglesia por malos tratos o malos testimonios de parte del clero, del pasado como también del presente”.
Con su habitual humildad franciscana, dice que se avergüenza “de haber hecho tan poco”, pero de igual forma, piensa que hay cosas que han cambiado o mejorado en las diferentes comunidades, es decir, “que mi paso por acá no ha sido del todo en vano”, concluye.
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