Desde sus inicios, la Iglesia ha defendido la veneración de reliquias. Incluso, ya en el Antiguo Testamento se mencionan algunos hechos vinculados. Por ejemplo, Eliseo recibe de Elías el manto con el que ocurren hechos milagrosos (II Reyes 2, 9-14) y un hombre que había muerto resucita al tocar los huesos de Eliseo (II Reyes 13,21).
Asimismo, en el Nuevo Testamento, una mujer se sana al tocar el manto de Jesús (Marcos 5:27-29). En Hechos 19,11 también se menciona que Dios obraba a través de Pablo, de forma que los pañuelos o mandiles que utilizaba el apóstol servían para curar a los enfermos.
Sin embargo, cabe recordar, las reliquias no son “amuletos” ni tienen “poderes mágicos”, sirven para recordar a esas personas que sirven de modelo de santidad, asimismo, facilitan una experiencia profunda con ese santo a quien se venera o se pide intercesión.
Si bien un trozo de hueso no puede curar a una persona, Dios puede valerse de esa reliquia para sanar a alguien. “Hija, tu fe te ha salvado; vete en paz y queda sana de tu enfermedad” (Mc 5, 34) dice Jesús a la mujer que tocó su manto y se curó.
Otro ejemplo es que Dios Padre no necesitaba darle una vara a Moisés para hacer milagros, no obstante, se valió de ambos para manifestar su poder y gloria.
La Iglesia prohíbe la venta de reliquias sagradas y que no pueden trasladarse a perpetuidad sin permiso de la Santa Sede.
Por otro lado, están permitidas diversas formas de devoción popular, “como el beso de las reliquias, adorno con luces y flores, bendición impartida con las mismas, sacarlas en procesión, sin excluir la costumbre de llevarlas a los enfermos para confortarles y dar más valor a sus súplicas para obtener la curación, se deben realizar con gran dignidad y por un auténtico impulso de fe”, (Directorio sobre piedad popular).