Para Católicos y Protestantes, para iluminar cualquier problema, hay un punto de partida común, es decir, una misma fuente de inspiración y un mismo criterio de discernimiento, y es la Sagrada Escritura. Hay que volver a ella constantemente.
Ahora bien, en el Evangelio de San Lucas, encontramos esta sorprendente afirmación pronunciada por María Santísima: “Miren, ya desde ahora me aclamarán bienaventurada, todas las generaciones” (Lc 1,48).
La historia ha demostrado que ha sido así… ¿Cuál mujer, cuál criatura humana, ha sido amada, invocada, en el gozo y en el dolor, en el llanto y en la íntima alegría, cuál nombre ha aflorado más frecuentemente en los labios de hombres y mujeres de los últimos 20 siglos de historia? ¿A cuál “personaje”, después de Cristo, los hombres han dedicado himnos, oraciones, templos, catedrales, pueblos y ciudades más que a María la Madre del Señor? ¿Cuál rostro humano, los artistas de todos los tiempos, han intentado representar más frecuentemente que el rostro de María?
Surge aquí espontánea una pregunta: esa afirmación, “todas las generaciones me aclamarán bienaventurada”, ¿la dijo María de sí misma, o mejor la dijo y la inspiró el Espíritu Santo de ella?
Los 20 siglos que nos separan de ella, María, están ahí demostrándonos a todos los que lo queremos ver, que esa afirmación ha sido una auténtica profecía.
Humanamente no podemos explicarlo ni comprenderlo de otra manera. ¿Cómo es posible que una jovencita desconocida por todo el mundo y de una aldea “perdida” como lo era Nazaret, pueda decir de sí, “todos y todas las generaciones y todos los tiempos, me aclamarán dichosa”, o que otros lo digan de ella?
O se trata de un exaltado y de un loco… o de alguien que sea inspirado por Aquel que conoce el futuro. Es decir, por el Espíritu Santo, que habló y que habla por los profetas. En efecto ha sido así: ya 2000 años lo están demostrando y María sigue siendo aclamada como dichosa, y la resistencia de nuestros hermanos Evangélicos, no lo van a impedir, ni a frenar.
También nosotros hacemos parte de las “generaciones” que aclaman a María, “dichosa y bienaventurada”, y lo hacemos obedeciendo a la Palabra de Dios, a la Palabra que El mismo ha inspirado, ya que la encontramos y la vamos leyendo, en la Sagrada Escritura.
Si nuestros hermanos Evangélicos pretenden atenerse, y de manera radical, a la Sagrada Escritura, ¿por qué no le conceden a la afirmación bíblica que encontramos en los labios de María, todo su valor, y no se unen a todos nosotros proclamándola “dichosa”?
Ahora bien, estimada Katherine, el Santo Rosario, es un modo concreto de unirnos a las tantas generaciones que han proclamado y que seguirán proclamando a María, “bienaventurada”. Como lo ha escrito (con términos desafiantes), el Card. Cantalamessa: “Tú María, dejarás de ser invocada como “dichosa entre todas las mujeres”, cuando Jesús deje de ser “fruto bendito de tu vientre”. ¡Es decir nunca!
El Rosario, es una oración que desde el comienzo al final manifiesta la íntima unión de la Madre María, con el Hijo Jesús y por El, con la profundidad del Misterio Trinitario. Basta fijarse en su estructura: después de enunciar un Misterio de la vida de Jesús, que puede ser de luz, de gozo, de dolor o de gloria, se reza el Padre Nuestro, oración enseñada por Jesús mismo a sus Apóstoles, seguido por las 10 Ave Marías, de la que la primera parte es exclusivamente bíblica, correspondiendo al saludo del Ángel y al encuentro entre María y su parienta Isabel. Se concluye con la “contemplación” de cada uno de los Misterios con una breve aclamación a Dios Trinidad: Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo…
Es tan lógico entonces, que María misma, en Lourdes como en Fátima, exhortara tan insistentemente al rezo del Santo Rosario. Recémoslo pues, y también por nuestros hermanos no católicos; son hermanos nuestros y María es Madre de todos, ella, a quien invocamos, como “vida, dulzura y esperanza nuestra”.
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