Por libertad entendemos el poder humano radicado en su inteligencia y en su voluntad, de obrar o de no obrar, de hacer esto o aquello… En una palabra, libertad es la capacidad de ejecutar por sí mismo acciones deliberadas. De parte de Dios, la libertad en el hombre es fuerza de crecimiento y de maduración en la verdad y en la bondad.
Estimada Rosario, al empezar estos apuntes, afirmaba que estamos frente a dos verdades incuestionables: el señorío de Dios creador y la libertad humana. Sin embargo, no es nada fácil establecer cómo las dos verdades se conjuguen, y cómo ellas puedan concurrir hacia un mismo efecto o un mismo resultado. Concretamente: la hora de nuestra muerte, ¿ha sido establecida por Dios o hasta qué punto Dios ha querido dejarla al juego impredecible de las causas segundas? Y al respecto, no hay que confundir predicción con predeterminación y, entonces, que Dios prevea con absoluta certeza la hora de nuestra muerte, no significa que Él la haya predeterminado. La hora de nuestra muerte, entonces, es un ejemplo, pero el problema se refiere a muchos más casos.
Hay, sin embargo, una gran luz que nos viene de la Sagrada Escritura: “Dios, aún interviniendo en todas las cosas para el bien de los que le aman” (Rom 8, 28), sabemos que Él ha creado el mundo con sus leyes y que con ellas el mundo se rige de modo “autónomo”, es decir, bastándose a sí mismo. Si ahora aplicamos este principio al ejercicio de nuestra libertad, contestamos a su pregunta, estimada Rosario, afirmando que la muerte por accidente, por descuido en el manejo, por falla en los frenos, por conducir con alcohol… ciertamente no son “cosas” que Dios quiera, en absoluto, aunque Él, en el respeto de nuestra libertad, las permita… No es entonces incorrecto afirmar que aún no había llegado la hora de la muerte por accidente. Una vez más, que Dios lo “previera”, no significa que lo predeterminara, como en el caso ya citado de Judas: Jesús sabía que Judas iba madurando la decisión de entregarlo, pero en absoluto “determinó” que lo traicionara.
Espontáneamente, estimada Rosario y lectores del Eco, consciente de que nos encontramos frente a los profundos misterios de la libertad humana y del señorío de Dios, con humildad y confianza, repetimos la súplica que Jesús nos enseñó: “¡Padre, hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo!... No cabe duda, la tierra sería un trozo de cielo si en ella se cumpliera la voluntad de Dios.