“Monseñor: Escuchando a unos hermanos que se declaran evangélicos, recordé que Moisés, indignado, echó al suelo las tablas de la Ley cuando, bajando del Sinaí, vio que el pueblo se había fabricado la imagen de un becerro de oro. Además, como aquellos hermanos me insistían, en el Antiguo Testamento, estaban prohibidas las imágenes… De ahí me brotó la pregunta que le hago: ¿Desde cuándo nuestra Iglesia permitió que tuviéramos y usáramos para la oración, las imágenes? Siempre con mucha gratitud, Monseñor, por su constante ayuda”.
Iriabeth Sánchez L. – San José de la Montaña
En otras ocasiones, estimada Iriabeth, he contestado a preguntas que se refieren, de hecho al mismo tema, a saber, el de las imágenes en la práctica de la Iglesia Católica.
Sin embargo, usted acentúa algún detalle que otros lectores del Eco no han evidenciado. Los voy a tener presentes.
Empecemos recordando el gesto de indignación de Moisés. Cuando bajó del monte Sinaí, y vio que su pueblo daba culto a Dios, representado por el becerro de oro, “ardió en ira y arrojó de su mano las tablas y las hizo añicos al pie del monte” (Ex 32, 19).
El “becerro de oro”, así denominado en son de burla, en realidad era la imagen de un toro joven y correspondía a uno de los símbolos más difundidos de la divinidad, según las tradiciones religiosas del Oriente antiguo.
Fácilmente se podía ver en esa imagen una señal de verdadero desvío hacia una manifestación de idolatría, como lo leemos en el versículo 25 del mismo capítulo 32. “Vio Moisés al pueblo desenfrenado, pues Aarón les había permitido entregarse a la idolatría en medio de sus adversarios”.
Hay que tener presente este constante peligro de manifestaciones idolátricas, para entender correctamente lo que leemos en el libro del Éxodo: “No harás escultura ni imagen alguna, ni de lo que hay arriba en el cielo, ni de lo que hay abajo en la tierra, ni de lo que hay en las aguas debajo de la tierra […] No te postrarás ante ellos, ni les darán culto” (20, 4-5).
En el libro del Deuteronomio se nos da, con extrema claridad, la razón para justificar tal prohibición. Leemos, en efecto: “No se vayan a pervertir ni se hagan alguna escultura de cualquier representación que sea: figura masculina o femenina, figura de alguna de las bestias de la tierra, figura de algunas de las aves que vuelan por el cielo, figura de algunos de los reptiles que reptan por el suelo, figura de alguno de los peces que hay en las aguas […] No vayas a dejarte seducir y ni te postres ante ellos para darles culto” (Dt 4, 15-19).
Resulta pues, del todo claro que la razón profunda y constante para evitar que se difundieran las imágenes entre el pueblo judío, consistía en el peligro que a través de ello se dieran formas de idolatría; teniendo además en cuenta que, el pueblo judío estaba rodeado por pueblos idólatras en que abundaban las representaciones de su ídolos.
Cuando, por el variar de las circunstancias, no se veía ni se constataba ese peligro, se permitía, e inclusive se favorecía la construcción de imágenes. Es lo que podemos constatar con la representación de los dos querubines que adornaban, primero, el Arca Santa y, más tardes, en la época postexílica, una sección del templo, denominado propiciatorio (Ex 37, 7; 25, 17).
Lo mismo decimos de la serpiente de bronce que Dios mandó a Moisés que levantara en un palo, para que quien había sido mordido por serpientes venenosas, mirándola con fe, sanara (Núm 21, 8-9).
Con la llegada de Jesucristo, imagen perfectísima del Padre y muy pronto con el ejemplo de miles y miles de mártires que dieron su vida por no ceder a la orden de dar culto a los dioses paganas, cuyas imágenes les eran presentadas, aún más disminuyó el riesgo de que las imágenes, en general pudiera implicar el riesgo de la idolatría.
Muy pronto encontramos imágenes cristianas, por ejemplo, del Buen Pastor, que representan a Cristo e imágenes pictóricas de una mujer con la mirada y los brazos levantados, representando al alma orante (lo podemos apreciar en alguna catacumba de Roma).
Actualmente, en que la “cultura de la imagen” ocupa enormes espacios en nuestros medios de comunicación, nadie confunde la representación con lo representado. Concretamente y, para dar un ejemplo, nadie mirando la pequeña imagen esculpida de Nuestra Señora de los Ángeles, tiene el riesgo de quedarse en la “piedra” y no pensar espontáneamente en María, la Madre del Señor. Afirmar lo contrario no resulta en absoluto ni lógico ni natural.
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