“Hace poco leí lo que le contestó a un lector del Eco, quien le había comunicado que, de vez en cuando, le surgían dudas de fe. Me ha animado a que le exponga mi caso. Creo todo lo que la Iglesia Católica nos enseña, pero a veces, de una manera inesperada, cuando me acerco a comulgar, me surge la pregunta: ¿y quién me asegura que voy a recibir el Cuerpo de Cristo? ¿No tendrán razón los Evangélicos que en sus reuniones afirman que la Hostia es sólo un recuerdo y un símbolo de lo que Cristo realizó en la última Cena, pero que en ella no se nos ofrece la real presencia de Jesús? Hay ocasiones en que esas dudas se me hacen tan insistentes que casi no me atrevo a acercarme para comulgar. Con confianza, Monseñor, espero su iluminación, que sin duda me va a ser de gran ayuda”.
Óscar Rodríguez M. – Cartago
Estimado Óscar: he aquí la primera reacción que me ha surgido espontánea, leyendo su correo: no deje de comulgar, por cuanto insistentes se hagan las preguntas y posibles dudas. Y se lo digo porque de como usted me describe lo que le acontece, me da la clara impresión de que se trata más de una “reacción” de tipo psicológico, que de tipo “religioso”. Le puede suceder lo que le acontece a alguien que no se atreve a viajar en avión porque duda de que pueda llegar a su destino. La pregunta, ¿y si el avión se cae?, se le hace tan insistente que le ocupa, de modo obsesivo, su mente y de ahí, que el miedo se apodere de él…
En su caso, estimado Óscar, las posibles repetitivas preguntas, pueden ser consideradas como verdaderas dudas de fe, cuando no es así, ya que se trata sólo de ideas obsesivas que invaden la mente y se adueñan de ella.
En tales circunstancias, lo que más conviene, es orientar la mente a otros “temas”, acompañando ese ejercicio, con alguna expresión mental que nos infunda serenidad, como por ejemplo (para su caso): ¡Señor, gracias por todo! Te adoro y te bendigo. Jesús, en Ti confío…
Y vuelvo a repetírselo: no deje de comulgar en tales circunstancias.
Ahora bien, en cualquier caso, siempre es útil tener presente lo que nos enseñó Jesús acerca de su presencia viva en los signos (sagradas especies) del pan y del vino. Los cuatro Evangelistas, San Pablo, y los Hechos de los Apóstoles, cuyo autor es San Lucas, nos ofrecen afirmaciones del todo claras e indiscutibles, al respecto de la real presencia de Jesús en la Eucaristía. Lo que leemos en el Evangelio de San Lucas (24, 13-35) siempre ha sido fundamental para la vida de la Iglesia: los discípulos de Emaús, “le reconocieron al partir el pan”. Para encontrarnos con Jesucristo vivo, hay que reconocerle en la “fracción del Pan”. Expresión ésta última con que los primeros cristianos se referían a la celebración de la Eucaristía. Lo podemos constatar leyendo los Hechos de los Apóstoles. Cuando su autor, San Lucas, nos describe a la primitiva comunidad cristiana, nos dice: “Se reunían asiduamente para escuchar la enseñanza de los Apóstoles, para fomentar la unión fraterna, para la fracción del Pan y para la oración” (2, 42).
San Pablo, por su parte, manifestaba repetidamente la viva conciencia de que comía y bebía el cuerpo y la sangre de Cristo, cada vez que los cristianos se reunían para la Cena del Señor (otro término para referirse a la celebración de la Eucaristía).
A los cristianos de Corinto lo escribió: “como a sabio les hablo: juzguen ustedes lo que digo. La copa de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión de la sangre de Cristo? El pan que partimos, ¿no es la comunión del Cuerpo de Cristo? (1Cor. 10, 15-16).
La Eucaristía supera toda posibilidad de humana comprensión. Al respecto San Agustín, lleno de asombro afirmaba: “Siendo Jesús sapientísimo, no supo darnos más; siendo omnipotente, no pudo darnos más; siendo amantísimo no pudo amarnos más”.
No nos sorprende entonces, que no pocos le abandonaran a Jesús, cuando les habló, a lo judíos, que les hubiese dado como comida, su carne. “Desde entonces -nos informa San Juan- muchos de sus discípulos se volvieron atrás y ya no andaban con Él” (Jn 6, 66).
Sin embargo, se ha quedado con él, la Iglesia, su Iglesia, la de la sucesión apostólica, la misma que ha guardado como su precioso tesoro la asombrosa afirmación de Jesús: “Yo soy el Pan vivo bajado del cielo, si alguno come de este Pan, vivirá para siempre y el Pan que yo le voy a dar es mi carne, para la vida del mundo. […] El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida” (Jn 6, 51.54-55).
Tanta claridad y tanta insistencia de parte de Jesús, excluyen toda interpretación puramente “simbólica”, como la excluyeron los Apóstoles y los primeros cristianos, quienes se fueron “separando de la comunidad judía, precisamente porque el primer día de la semana (Domingo) se reunían para la fracción del Pan o Cena del Señor… Desde entonces, somos “cristianos” todos los que nos reunimos para participar en la Eucaristía, en que Cristo, por medio del sacerdote, vuelve a invitarnos: “tomen, coman, esto es mi cuerpo, tomen beban, esta es mi sangre”.
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