Es Jesús el Sacerdote santo, único que puede santificar realmente a todos nosotros, pues por amor ha querido salvarnos ofreciendo su propia sangre (cfr. Hb 25, 26).
Bien sabemos que Jesús fue enviado al mundo por el Padre, para la salvación de todos (cfr. Jn 3, 16) y Jesucristo como ha sido enviado, así ha enviado a sus apóstoles para que puedan prolongar en la historia, su acción salvífica. Él mismo se lo proclamó, con toda claridad, la noche de Pascua, cuando ya victorioso sobre el pecado y la muerte, les dijo: “como el Padre me envió, también yo los envío” (Jn 20, 21) y para que pudieran realizar su cometido, les participa su poder particularmente en relación con dos sacramentos (obviamente, sin excluir los otros), el de la Eucaristía y el sacramento de la Reconciliación (Confesión). Recordamos sus palabras. Una vez que realizó el milagro de cambiar el pan en su Cuerpo y el vino en su Sangre, les dice a sus Apóstoles: “Hagan esto en conmemoración mía” (Lc 22, 28). Y sobre el poder de perdonar los pecados a cuantos se arrepientan, en la noche de Pascua se les apareció a los mismos (ya no estaba con ellos Judas), después de desearles dos veces el “Shalom” (paz), “sopló” sobre ellos y les dijo: “reciban al Espíritu Santo; quedan perdonados los pecados a quienes los perdonen; quedan retenidos a quienes se los retengan” (Jn 20, 22-23).
Los Apóstoles, a su vez, participaron su misión a otros que ellos mismos escogieron (cfr. Hch 1, 15-25; 6, 2-6; etc.) transmitiéndoles los mismos poderes que Cristo les había otorgado. Baste esta referencia. Le escribe san Pablo a Timoteo: “no descuides los dones que tienes y que Dios te concedió cuando, por inspiración profética, los presbíteros de la Iglesia te impusieron las manos “(1Tim 4, 14).
Se trata de una evidente referencia al Sacramento del Orden, que es conferido con la imposición de manos, hecha según la práctica de los Apóstoles, para transmitir el ministerio sacerdotal de Cristo.
Desde entonces, la Iglesia de Cristo, fue constituyéndose en torno a los sacerdotes que celebran la Eucaristía y que, en nombre de Cristo y “en su persona”, ofrecen el perdón de los pecados con la celebración del sacramento de la Penitencia. Para tales celebraciones, es claro que no es suficiente haber sido bautizado, sino, que se necesita una nueva celebración sacramental, cuyo corazón es la imposición de manos acompañada por la oración de aquel que preside (Sacramento del Orden).
Estimado Armando, es obvio que es mucho más lo que podríamos comentar, guiados por la Palabra de Dios, acerca de la voluntad de Cristo para dotar a su Iglesia, de su propio sacerdocio en los tres grados del Episcopado, Presbiterado y Diaconado, pero confío que para su pregunta sea suficiente y claro, lo que aquí hemos recordado.