Al comienzo del siglo VIII y concretamente, en el año 722, el Rey de Asiria, Sargon II conquista Samaria, capital del reino del Norte, realiza deportaciones y establece ahí a extranjeros, dando así origen, no sólo a una mezcla de razas, sino a un sincretismo religioso.
Más o menos 150 años después, el naciente imperio de los medos y babilonios, vence a Asiria y somete, en tiempos del Rey Nabucodonosor, el reino del Sur o de Judá.
Los babilonios llevan buena parte de la población de Judá hacia Babilonia y Mesopotamia, en donde va a permanecer durante unos 50 años (587-538 AC). Lo conocemos como el tiempo del exilio.
Mientras tanto, surge el nuevo imperio de los persas y su rey, Siro, deja que el pueblo judío regrese a su tierra. Sigue un período de cierta, no total, autonomía, y Judea forma un pequeño estado teocrático, en que se identifican el poder religioso con el poder político y administrativo.
De ahí en adelante los judíos son constantemente dominados y sometidos por extranjeros. Cuando el imperio Persa cae por la invasión de Alejandro el Grande con sus ejércitos y éste muere inesperadamente, sus sucesores, escogidos por él mismo, se dividen su inmenso imperio, dando así origen al período helenista. Palestina y Siria fueron confiadas a la dinastía de los seléucidas y su política dominante no siempre impidió el estatuto teocrático de los judíos.
El último seléucida, Filipo II, es depuesto por el general romano Pompeyo, ya en el año 64 AC y, en el año siguiente, conquista Jerusalén y Palestina, que pasan a ser provincia romana, precisamente desde el 63 AC al año 135 DC, cuando es declarada parte de la provincia de Siria-Palestina, mientras que Jerusalén es declarada colonia romana, con un nuevo nombre, el de Aelia Capitolina y -lo más humillante- declarada zona prohibida para los judíos.
Es del todo comprensible, estimado don Carlos, que durante este constante sucederse de nuevos “dueños” de Palestina, tierra sagrada de los judíos, se dieran múltiples revueltas de parte del mismo pueblo. Además, la conciencia de ser pueblo “distinto”, por ser pueblo elegido, alimentaba constantemente el sueño de la propia independencia y libertad. Sin embargo, todas estas revueltas eran violentamente apagadas y, con frecuencia, con crueles masacres.
Nos encontramos con una historia realmente atípica y, a la vez paradójica en cuanto que todos los imperios de turno que se impusieron al pueblo judío, ya desaparecieron, pero no ha desaparecido el pueblo judío: Dios es fiel a sus promesas.