Ante todo, conviene recordar lo que hay que entender por “dogma”. Ha sido el Concilio Vaticano I, celebrado en 1870, que ha definido el concepto de dogma, afirmando: “Debe creerse con fe divina y católica todo aquello que está contenido en la Palabra de Dios escrita (Sagrada Escritura) como trasmitida (Tradición) y se propone por la Iglesia para que sea creído como revelado por Dios, bien por una definición solemne, bien por el Magisterio ordinario y universal” (DS 3011).
Por lo que acabamos de transcribir, dos son los elementos que determinan un dogma (es decir, una verdad propia de nuestra fe católica), a saber, que se trate de una verdad contenida en la Revelación, y que la Iglesia la haya formulado y propuesto expresamente como objeto o contenido de nuestra fe.
Ahora bien, son precisamente cuatro las fundamentales verdades marianas que están contenidas en la Revelación y que la Iglesia, a lo largo de su historia, ha formulado y propuesto expresamente en su Magisterio o enseñanza solemne, para que todo católico los profese.
El primero ha sido el de la Maternidad divina. En el año 431, el Concilio de Éfeso definió explícitamente a María como Madre de Dios. A Nestorio, Patriarca de Constantinopla, le parecía excesivo ese título, sin embargo, los Padres del Concilio de Éfeso, dejaron en toda su luz e hicieron propia la afirmación del Ángel Gabriel a María, asegurándole que el que naciera de ella era el “Hijo del Altísimo”, cuyo reino jamás tendría fin” (cfr. Lc 1, 32-33). Con otras palabras, si el que nacería de María era Dios, justa y correctamente María debía ser reconocida y afirmada como Madre de Dios.
Aquel 22 de junio de 431, por la noche, los fieles reunidos en Éfeso, llevaron en triunfo a los Padre Conciliares que acababan de confirmar solemnemente lo que el Pueblo de Dios ya afirmaba , a saber, que María, la toda santa, correctamente debía ser invocada como MADRE DE DIOS.
El segundo dogma es el de la Perpetua virginidad. María es reconocida y proclamada “virgen antes del parto, en el parto y después del parto”. Ella era virgen antes de concebir y dar a luz a Jesús, como los evangelistas lo evidencian con toda claridad. La concepción de su hijo Jesús fue virginal (cfr. Mt 1, 18-25; Lc 1, 26-38).
Y María es virgen en el momento del parto; quien da a luz a Jesús, es virgen y el Concilio Lateranense del año 649 lo afirma como una verdad aceptada por toda la Iglesia… Y después del nacimiento de Jesús, como consta en la Escritura, María no tuvo otros hijos, y los que los evangelistas llaman “hermanos de Jesús” bien sabemos que así son llamados por exigencias del mismo idioma hebreo, a sus primos o familiares de varios grados, precisamente como la Iglesia siempre lo ha afirmado.
El tercer dogma se refiere a la Inmaculada Concepción. Ha sido proclamado por el Beato Pío IX el 8 de diciembre de 1854. Es útil y edificante recordar la fórmula de la definición: “Para honor de la Santa e indivisa Trinidad, para gloria y esplendor de la Virgen Madre de Dios […], con la autoridad de nuestro Señor Jesucristo, la de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo y la Nuestra, declaramos, pronunciamos y definimos que la doctrina que sostiene que la Bienaventurada Virgen María fue preservada inmune de toda mancha del pecado original en el primer instante de su concepción, por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo, está revelada por Dios y, por consiguiente, ha de ser creída firme y constantemente por todos los fieles”.
El cuarto y último dogma mariano definido afirma la Glorificación corporal de María, una vez acabada su vida terrenal. Nos referimos al dogma de la Asunción de María al Cielo, en cuerpo y alma. Lo definió el Papa Pío XII el 1° de noviembre de 1950, con estas palabras: “afirmamos, declaramos y definimos con la autoridad de nuestro Señor Jesucristo, los Apóstoles Pedro y Pablo y la Nuestra, que es un dogma divinamente revelado que María, Madre de Dios, Inmaculada y Siempre Virgen, cumplido el curso de su vida terrenal, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial”.
Estos son, estimada Delfina, las cuatro verdades y, a la vez, los cuatro privilegios exclusivos de María… Ellos espontáneamente nos traen a la memoria la sorprendente profecía de la joven María de Nazareth, cuando visita a su prima Isabel: “todas las generaciones me llamarán Bienaventurada” (Lc 1, 18).