Ser testigo de Cristo es ser “testigo de su resurrección” (Hech 1, 22); es “haber comido y bebido con Él después de su Resurrección de entre los muertos” (Hech 10, 41). La esperanza cristiana en la resurrección de la carne está totalmente marcada por los encuentros con Cristo Resucitado. Nosotros resucitaremos como Él, con Él y por Él (cfr. NCI 995).
Ahora bien: comúnmente, también de parte de muchos no cristianos, se acepta que después de la muerte, la vida de la persona humana continúa de una forma espiritual, gracias a su alma que es espiritual y por eso inmortal… Pero, ¿cómo comprender que este cuerpo nuestro pueda resucitar para una vida eterna?
Obviamente no se trata de una “vuelta a la vida”, como la que Cristo le concedió a Lázaro, su amigo, quien volvió a este mundo y aceptando necesariamente todos los límites de una vida humana terrenal.
Nosotros resucitaremos “como Cristo resucitó”, es decir, “revestidos de incorruptibilidad” nos dice san Pablo en su carta a los Corintios (1Cor, 15, 35-37).
Sin embargo, ese “como Cristo” sobrepasa nuestra imaginación y nuestro entendimiento; no es accesible más que en la fe… Lo afirmamos otra vez: no hay que pensar en la “resurrección de la carne” como un volver a la vida de este mundo. Lo ha vuelto a recordar nuestro Papa Emérito Benedicto XVI en su Encíclica del 2007, Spe Salvi (Salvados en Esperanza), si tuviéramos que volver a nuestra tierra, como lo fue para Lázaro, desde el comienzo de la vida humana en nuestro planeta hasta hoy, ya no habría espacio para todos.
Lo que afirmamos con San Pablo y toda la tradición cristiana es que “unidos a Cristo por el Bautismo, los creyentes participamos en la vida celestial de Cristo resucitado, pero conscientes de que esa vida permanece “escondida con Cristo en Dios” (Col 3, 3)… Alimentados en la Eucaristía con su Cuerpo, nosotros ya pertenecemos al Cuerpo de Cristo. Cuando resucitemos en el último día también “nos manifestaremos con Él llenos de gloria” (Col 3, 4), como leemos en el Nuevo Catecismo de la Iglesia en su número 1003.
Es por esta esperanza que San Pablo exclama “¡quiero morir y estar con Cristo!” (Fil 1, 23).
Le he indicado aquí, estimado José David lo esencial, también teniendo en cuenta el espacio disponible en nuestro Eco, pero puede usted encontrar una guía más amplia en el citado Nuevo Catecismo de la Iglesia desde el número 988 al 1019.
En cualquier caso, no olvidemos lo que ya he ido recordando, a saber: “este misterio de comunión bienaventurada con Dios y con todos los que están en Cristo sobrepasa toda comprensión y toda representación. La Escritura nos habla de ella en imágenes: vida, luz, paz, banquete de bodas, vino del Reino, casa del Padre, Jerusalén celeste, Paraíso: lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman” (1Cor 2, 9; cfr. NCI 1027). Y todo esto, objeto de nuestra esperanza, incluyendo nuestro completo ser de alma y cuerpo.