Si ahora consideramos la hipótesis de que el “hijo pródigo” no hubiese vuelto, él hubiese permanecido en la perdición y en la muerte. Con otras palabras, él hubiese continuado “castigado”, pero no porque el Padre hubiese sido su juez y la causa de su castigo, sino, porque el hijo mismo se había causado tanto daño, tanto castigo.
Me permito darle, estimado Alan, un ejemplo que acostumbro recordar cuando tengo encuentros de formación cristiana. Pensemos en un profesor que debe dar una “mala nota” a un alumno. Propiamente hablando, no es que el profesor repruebe o castigue al alumno, sino, sólo hace constar lo que el alumno ha alcanzado. Es del todo patente, que el verdadero responsable de la evaluación negativa no es el profesor, sino el alumno. Si éste no estudia, no es el profesor quien propiamente lo juzga y castiga, sino que es él mismo quien se da la medida de lo que, en definitiva, ha querido.
Hay otro texto bíblico muy iluminador, lo leemos en el libro del Apocalipsis. “Mira que estoy a la puerta y llamo (dice el Señor). Si alguien escucha mi voz y abre la puerta entraré en su casa, cenaré con él y él conmigo” (3, 20). Como justamente se ha dicho, la puerta se abre sólo desde dentro. Cristo no fuerza la puerta. Si alguien decide no abrirla, como que “recibe su castigo”, es decir, para él no hay la cena de la amistad, símbolo del banquete de salvación… Es del todo evidente, que no es Cristo quien castiga. El único responsable del “castigo” es el que no le abre. Al respecto, siempre debemos recordar las palabras de Jesús a Nicodemo, cuando éste, de noche, fue a visitarle: “Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar el mundo, sino para que el mundo se salve por Él” (Jn 4, 17).
Siempre hay que tener presente que las páginas de la Biblia deben ser iluminadas, leídas e interpretadas por la luz que nos viene de la misma Sagrada Escritura. Esto equivale a decir que para leer e interpretar las afirmaciones del Nuevo Testamento que se refieren a los posibles castigos de Dios, deben ser puestas y consideradas dentro de la fundamental afirmación: “¡Dios es amor!” (1 Jn 4, 8), Él sólo es amor y de Él no viene ningún castigo… También el alumno podría decir -y lo dice-: “oh, el profesor me ha castigado con una mala nota”, y todos lo entendemos, aun cuando, como ya lo pusimos de relieve, propiamente hablando no ha sido así. Quien se castiga es el alumno perezoso.
Concluyamos estas breves reflexiones, estimado Alan, con otro texto de la Sagrada Escritura, y concretamente del libro del Eclesiástico o Sirácides. En él leemos: “Él fue (Dios) quien al principio hizo al hombre, y lo dejó en manos de su libre albedrío. Él te ha puesto delante fuego y agua, a donde quieras puedes llevar la mano. Ante los hombres la vida está y la muerte, lo que prefiera cada cual, se le dará” (Ecco 15, 14-17).
Brevemente y una vez más, Dios no castiga; nosotros sí que nos podemos castigar con el abuso de aquel don natural más elevado, que él nos ha regalado, la libertad.