¿Cómo lograr el equilibrio entre el deber de cumplir con nuestro trabajo y compromisos, y el deber de la escucha de la Palabra y de la práctica de la oración personal? O, con otras palabras, ¿cómo tener un corazón de María en un mundo de Marta?
Hay que partir de una personal e íntima convicción: no hay vida cristiana auténtica, sin dedicar tiempo suficiente a la oración, al estar con Jesús.
A su vez, esa convicción implica necesariamente una total sinceridad de nuestro querer.
Cuando, a veces, escucho que alguien, sacerdote, religiosa o laico “comprometido”, me dicen que les falta tiempo para orar, me brota espontánea la pregunta (aunque no se la dirija): ¿le falta tiempo o le faltan amor y decisión? Y es que, cuando hay amor, y entonces también interés, siempre encontramos tiempo. ¡Siempre hay tiempo para lo que realmente amamos!
Cuando hay sinceridad del querer y firme decisión, pasamos a organizar nuestra jornada, convencidos de que si queremos tener un tiempo con Dios debemos separar parte de nuestro día para Él. Y tenemos, además, que cuidar mucho lo que hemos establecido, incluyéndolo en nuestra agenda diaria. Si no lo hacemos, fácilmente “relegamos” el tiempo para Dios, para cuando “tengamos tiempo”, y terminamos por no tenerlo, ya que otras “cosas” y actividades lo han ido ocupando todo.
El ejemplo más llamativo lo encontramos en Jesús, como nos lo informan los Evangelistas, escribiendo: “levantándose muy de mañana, siendo aún muy oscuro, salió (Jesús) y se fue a un lugar desierto, y ahí oraba” (Mc 1, 35).
No hay que darse por vencidos. A la fidelidad siempre renovada, de “estar” un rato con Dios, una media hora, por ejemplo, se va alimentando el deseo de acercarnos con la frecuencia posible a los sacramentos de la Eucaristía y de la Penitencia (confesión). A la vez, la presencia de María, la Madre del Señor, va haciéndose más advertida, en nuestra vida cotidiana, y sentimos así el impulso de “encontrar tiempo” también para el rezo, por ejemplo, del Santo Rosario, personalmente o, si es posible, en familia.
Como puede apreciar, estimada Liliam, se trata de un proceso, llevándolo adelante con paciencia y perseverancia. De ese modo, va aconteciendo en nuestra vida diaria, lo que San Agustín había experimentado y que lo expresaba con aquella afortunada afirmación: “Deus quotidie maior”, a saber, “Dios se va haciendo cada día más grande”, es decir, más presente en nuestra vida, y lo vamos “guardando” en la memoria y en el corazón, a través de las muchas circunstancias de la vida diaria. De ese modo, Dios se vuelve esa divina Presencia que se nos va haciendo Compañía, y a la vez, va espontáneamente aflorando en nuestra memoria.
Es otro modo, para decir que Marta, tan ocupada en sus “muchas cosas”, va logrando un corazón de María (cfr. Lc 10, 30-42).
Estimada Liliam, muchas mujeres lo han logrado de un modo ejemplar: Santa Mónica, la mamá de San Agustín, doña Pica, madre de San Francisco de Asís, mamá Margarita, madre de San Juan Bosco, Santa Celia de Guérin, madre de Santa Teresita del Niño Jesús, Santa Margarita de Cortona, Santa Rita de Casia… hasta la convertida de nuestro tiempo Dorothy Day, y cuántas más… Si lo han logrado ellas, ocupadas en tantas cosas, ¿por qué no vamos a lograrlo nosotros? Adelante, pues, estimada Liliam… ¡y pida también por nosotros!