Para comprender el texto citado, hay que recordar el momento histórico en que vivió y realizó su ministerio profético, Ezequiel. Él ejerció toda su actividad con los judíos exiliados en Babilonia, entre los años 593 y 571 AC. Tengamos presente que Nabucodonosor, el muy famoso rey de Babilonia, como respuesta a la rebelión del rey de Judá, Joacim, conquistó Jerusalén, destruyó el templo e hizo deportar numerosa población judía que se unió a los deportados anteriormente.
El profeta Ezequiel “consuela” a los exiliados, asegurándoles que “un día” volverán a su tierra. Es una profunda y sorprendente convicción que el Profeta manifiesta muy pronto. En el versículo 8 del mismo capítulo 36, leemos: “Y ustedes, montes de Israel, van a echar sus ramas y a producir sus frutos para mi pueblo Israel, porque está a punto de volver”. Realmente es admirable en esa época de asombro y de desaliento, una fe tan firme en un próximo regreso.
Se trata de una fe-confianza que tiene como fundamento la “fidelidad” misma de Dios para con su pueblo. Lo declara Él mismo, diciendo: “no hago esto por consideración para con ustedes casa de Israel, sino, por mi santo nombre” (36, 22). Dios siempre responde a nuestras “infidelidades” con su fidelidad, ya que “Él es nuestro Dios y nosotros somos su pueblo” (Ez 36,28).
Desde la promesa de volver del exilio a la propia tierra de Israel, el profeta Ezequiel pasa a prever y a describir, desde el versículo 25, la época mesiánica, en que Dios con su Fuerza (Espíritu) reunirá a las naciones de la tierra, en un único pueblo, “su pueblo”. El Espíritu (soplo) de Dios que crea y anima a los seres vivientes (cfr. Gn 1,2.2,7), es otorgado a los hombres, para purificarlos de toda impureza y para dotarlos de dones sobrenaturales y carismas especiales. Pero el Espíritu será para cada uno, de forma más misteriosa, el principio de una renovación interior que le hará apto para observar la ley divina… Es lo que afirma el profeta, con la expresión: “les daré un corazón de carne para que se conduzcan según mis preceptos” (36, 26.27). Y Ezequiel concluye su profecía de la época mesiánica, enfatizando otra vez la fidelidad de Dios: “ustedes serán mi pueblo, y yo seré su Dios” (36, 28).
Con toda espontaneidad, nos viene a la memoria lo que le dice Jesús a Nicodemo quien le va a visitar de noche: “hay que renacer del agua y del Espíritu para entrar en el Reino de Dios” (Jn 3,5).