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¿Existen las cadenas de males entre generaciones?

By Mons. Vittorino Girardi S. Octubre 29, 2021

 “Monseñor: Hace unos días tuve una conversación con una catequista acerca de lo que llaman “Cadenas intergeneracionales”. Apoyándose en algunos textos del Antiguo Testamento, hay católicos e inclusive sacerdotes, que afirman que casos de enfermedad, de desgracias, de problemas familiares, de malas inclinaciones… se deben a pecados y a graves desórdenes de nuestros antepasados. Esto, a tal punto, que están circulando oraciones, que muestran la aprobación firmada de algún sacerdote, con la cual se pide la liberación de aquellas “fuerzas del mal”, entendidas además (y esto es lo más grave) como castigos, que nos derivan de las malas cadenas intergeneracionales. Le hacía notar a la Catequista que no basta la firma de un sacerdote para estar seguros que ese es el pensamiento de la Iglesia. Sin embargo, Monseñor, mucho le agradecería si nos ilumina un poco más acerca de este tema”.

Henry Madrigal G. Moravia

Estimado Henry, no me sorprende su pregunta. En un encuentro de oración, me ofrecieron el texto de una larga oración que mostraba la aprobación firmada de un sacerdote (creo que de Colombia), en la que se pedía la liberación de los malos influjos derivados de las “cadenas intergeneracionales”.

Uno de los textos bíblicos más utilizados para justificar la idea de las “cadenas intergeneracionales” y ese tipo de oración, es el de Éxodo 34, 6-7. Ahí leemos: “Yahvé pasó delante de él (Moisés) y exclamó: “Yahvé, Yahvé, Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad, que mantiene su amor por millares, que perdona la iniquidad, la rebeldía y el pecado, pero no lo deja impune; que castiga la iniquidad de los padres en los hijos y en los hijos de los hijos hasta la tercera y cuarta generación”

Para “situar” esa afirmación, hay que asumir un criterio fundamental, que además ha sido recordado y evidenciado por el Concilio Vaticano II, a saber, que Dios mismo, con paternal “condescendencia” adaptó su lenguaje a la cultura y a la mentalidad de los destinatarios de su Revelación. Es por eso que esta, la Revelación, ha sido progresiva, a partir de “elementos imperfectos y pasajeros”. Es lo que leemos en los números 13 y 15 de la constitución dogmática Dei Verbum (Palabra de Dios) sobre la Divina Revelación, del Concilio Vaticano II.

Respecto al texto citado, del Éxodo, el profeta Ezequiel insistiría en su momento (durante la época del exilio), en que cada uno es responsable de sus acciones, de tal modo que el pecado de los padres no es causa de castigo para sus hijos, ni la justicia de los padres, “justifica a los hijos”. En el capítulo 18 de Ezequiel leemos: “¿Por qué andan repitiendo, “los padres comieron agraz, y los hijos sufren dentera? Por mi vida, oráculo del Señor Yahvé, que no repetirán más este proverbio” (18, 1-3). Con otras palabras, el profeta Ezequiel ofrece un adelanto en la Revelación Divina, según la cual cada uno de nosotros debe responder personalmente de sus acciones. Esto, obviamente, no excluye que nuestro actuar pueda influir en el actuar de los demás… ¡Es tan fácil dejarse llevar por los demás! Sin embargo, eso no quita que en definitiva cada cual sea juzgado según su propia conciencia y su propia responsabilidad.

A pesar del progreso llevado adelante por los profetas, especialmente por Jeremías y Ezequiel acerca de la responsabilidad personal, en los tiempos de Jesús era común pensar en conformidad con lo que hemos citado del texto del libro del Éxodo. Lo podemos constatar leyendo el capítulo 9 del Evangelio de San Juan. “Al pasar, Jesús vio a un hombre ciego de nacimiento. Y le preguntaron sus discípulos: “Maestro, ¿quién pecó, él o sus padres para que haya nacido ciego?” Respondió Jesús: ni él pecó ni sus padres” (Jn 9, 1- 2).

Es en Jesús en quien encontramos la plenitud de la Revelación, y es desde ella que debemos iluminar y así entender todo el Antiguo Testamento y los “límites” que según lo ha afirmado el Concilio Vaticano II, encontramos en él.

Lo repetimos otra vez, no es que en el Antiguo Testamento haya “errores” propiamente dichos, sino “límites” que dependen del modo de pensar de los destinatarios y que Dios iba corrigiendo, poco a poco, hasta llegar a Jesús, “suprema verdad”.

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