El abogado (defensor) es aquel que, poniéndose de parte de los que son culpables debido a los pecados cometidos, los defiende del castigo merecido por sus pecados, los salva del peligro de perder la vida y la salvación eterna. Esto es precisamente lo que ha realizado Cristo. Y el Espíritu Santo es llamado “el Paráclito”, porque continúa haciendo operante la redención con la que Cristo nos ha librado del pecado y de la muerte eterna.
El Paráclito será “otro abogado-defensor” también por una segunda razón. Permaneciendo con los discípulos de Cristo, Él los envolverá con su vigilante cuidado con virtud omnipotente. “Yo pediré al Padre -dice Jesús- y les dará otro Paráclito para que esté con ustedes para siempre” (Jn 14,16): “...permanece con ustedes y estará con ustedes” (Jn 14, 17). Esta promesa está unida a las otras que Jesús ha hecho al ir al Padre: “Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20).
Nosotros sabemos que Cristo es el Verbo que “se hizo carne y puso su morada entre nosotros” (Jn 1,14). Sí, yendo al Padre, dice: “Yo estoy con ustedes... hasta el fin del mundo” (Mt 28,20), se deduce de ello que los Apóstoles y la Iglesia tendrán que reencontrar continuamente por medio del Espíritu Santo aquella presencia del Verbo-Hijo, que durante su misión terrena era “física” y visible en la humanidad asumida, pero que, después de su ascensión al Padre, estará totalmente inmersa en el misterio. La presencia del Espíritu Santo que, como dijo Jesús, es íntima a las almas y a la Iglesia (“él permanece con usted y estará con ustedes”: Jn 14,7), hará presente a Cristo invisible de modo estable “hasta el fin del mundo”. La unidad trascendente del Hijo y del Espíritu Santo hará que la humanidad de Cristo, asumida por el Verbo, habite y actúe dondequiera que se realice, con la potencia del Padre, el designio trinitario de la salvación.
En ese sentido, el Espíritu Santo-Paráclito será el abogado defensor de los Apóstoles, y de todos aquellos que, a lo largo de los siglos, serán en la Iglesia los herederos de su testimonio y de su apostolado, especialmente en los momentos difíciles que comprometerán su responsabilidad hasta el heroísmo. Jesús lo predijo y lo prometió: “los entregarán a los tribunales... serán llevados ante gobernadores y reyes... Pero cuando los entreguen, no se preocupen de cómo van a hablar... no serán ustedes quienes hablen sino el Espíritu de su Padre quien hablará por ustedes” (Mt 10, 17-20; análogamente Mc 13, 11; Lc 12, 12, dice: “porque el Espíritu Santo les enseñará en aquel mismo momento lo que conviene decir”).
También en este sentido tan concreto, el Espíritu Santo es el Paráclito-Abogado. Se encuentra cerca de los Apóstoles, más aún, se les hace presente cuando ellos tienen que confesar la verdad, motivarla y defenderla. Él mismo se convierte, entonces, en su inspirador; él mismo habla con sus palabras, y juntamente con ellos y por medio de ellos da testimonio de Cristo y de su Evangelio.
Ante los acusadores Él llega a ser como el “Abogado” invisible de los acusados, por el hecho de que actúa como su patrocinador, defensor y confortador. Que así lo recibamos y lo experimentemos a lo largo de nuestra vida.
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