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Los setenta ancianos

By Pbro. Mario Montes M. / Animación bíblica, Cenacat Septiembre 19, 2024

El libro de los Números se llama así, porque empieza con un censo de las tribus hebreas en el monte Sinaí. Fue escrito por los desterrados en Babilonia, para fortalecer su fe al recordar su peregrinar a la Tierra prometida. Pero también nos habla de las quejas y rebeldías de este pueblo contra Dios y contra Moisés. A partir de este capítulo se narran una serie de acontecimientos y de peripecias que la tradición atribuye a aquel pueblo que peregrinó desde el Sinaí hasta la tierra de promisión. La etapa del desierto está llena de obstáculos y de dificultades. Y ante la prueba el pueblo protesta contra Moisés y contra el Señor (ver Núm 11,1-15).

Entonces el Señor descendió en la nube y le habló a Moisés. Después tomó algo del espíritu que estaba sobre él y lo infundió a los setenta ancianos. Y apenas el espíritu se posó sobre ellos, comenzaron a hablar en éxtasis; pero después no volvieron a hacerlo. Dos hombres –uno llamado Eldad y el otro Medad– se habían quedado en el campamento; y como figuraban entre los inscritos, el espíritu se posó sobre ellos, a pesar de que no habían ido a la Carpa. Y también ellos se pusieron a hablar en éxtasis.

Un muchacho vino corriendo y comunicó la noticia a Moisés, con estas palabras: «Eldad y Medad están profetizando en el campamento». Josué, hijo de Nun, que desde su juventud era ayudante de Moisés, intervino diciendo: “Moisés, señor mío, no se lo permitas”. Pero Moisés le respondió: “¿Acaso estás celoso a causa de mí? ¡Ojalá todos fueran profetas en el pueblo del Señor, porque él les infunde su espíritu!” (Núm 11,25-29. Primera lectura del domingo 26 del Tiempo Ordinario, ciclo B)

 

Su simbolismo

 

No quiero recortar el sentido del relato que nos ocupa, como hace el texto litúrgico, pero es mejor si leemos en casa el texto completo de Núm 11,16-30. En todos estos versículos, aparecen setenta ancianos que participan del espíritu de Moisés. En los relatos bíblicos estos ancianos son una especie de regidores o munícipes, que tienen una misión muy importante en la vida socio-política y religiosa del pueblo: representan a los habitantes de la ciudad (Dt 21, 3-8) y, ante todo, están dedicados a tareas de justicia (Dt 19, 12; 22, 15-19...). Aunque sean una institución más propia de la cultura y civilización sedentaria, todas las fuentes literarias hacen remontar su origen a la época de Moisés; son sus ayudantes en asuntos judiciales y oraculares (ver Éx 18, 13-26; Dt 1,9-15), en este texto aparecen participando del carisma profético de Moisés.

 

Setenta

 

El número 70 es el producto de 7 y 10, dos números que representan la totalidad y el poder legal, por lo que cuando se combinan, se obtiene un número que a menudo representa el mundo entero y sus juicios. En el pensamiento judío tradicional, había 70 naciones en el mundo, con un total de 70 idiomas y 70 ángeles que las custodiaban (es decir, un arcángel para cada una). La tradición dice que cuando la Biblia hebrea se tradujo por primera vez al griego, la traducción fue realizada simultáneamente por 70 rabinos (a veces 72), separados entre sí que, sin embargo, presentaron 70 traducciones idénticas. Como vemos, Moisés nombra a 70 ancianos para servir como jueces. Dios condena a Israel a pasar 70 años en cautiverio en Babilonia (al menos según el profeta Jeremías; los eruditos modernos dirían más como 50 años). De manera similar, el profeta Daniel dice que Jerusalén sufrirá 70 veces 7, o 490 años por sus transgresiones. Y Jesús elige a setenta (y dos) discípulos para su tarea evangelizadora (ver Lc 10,1-2).

En nuestro pasaje bíblico, la institución de estos ancianos va pareja con las quejas y revueltas del pueblo, especialmente contra Moisés. Pero la palabra de Dios, que siempre sale al encuentro del hombre, intenta iluminar y dar solución a este problema difícil. Moisés deberá reunir setenta ancianos sobre los que irrumpirá el espíritu de Dios y así podrán ayudarle en su misión. La carga, al ser compartida, será más ligera (v.v. 16-17). Se lleva a la práctica lo ordenado por el Señor y se eligen setenta ancianos que se ponen inmediatamente a profetizar. En este contexto se inserta el otro relato de Eldad y Medad, que también empiezan a profetizar. Al saberlo,  Josué se pone celoso e intenta prohibir el que profeticen (v. 28), pero Moisés le recrimina con estas palabras: "¡Ojalá todo el pueblo del Señor fuera profeta y recibiera el espíritu del Señor!" (v. 29).

Este final es una clara antítesis del comienzo: el que se quejaba de la dura tarea que tenía que soportar, hasta desearse la muerte en su desesperación (Núm 11,11-15), sólo ahora se alegra y desea que todos sean profetas. Moisés ha entendido el verbo compartir. La actitud de este hombre es digna de todo encomio al comprender que el poder de los otros, no es merma para su poder sino que es una común participación en la misma misión. Moisés no se siente ofendido porque ha entendido qué es “compartir”. Esta espera esperanzadora de un profetismo universal,  se realiza con la venida de Jesús de Nazaret. Las palabras del profeta Joel 3,1-5 tienen su plena realización en la comunidad eclesial, que nació desde el acontecimiento de Pentecostés (Hech 2,14-16).

Y en esta nueva comunidad, también hay gente que mora fuera del campamento, fuera de la Iglesia, sobre quienes sopla ese viento divino que intentamos retener los que estamos dentro; tarea totalmente inútil ya que se nos escapa de las manos. “El que no está contra mí, está conmigo”, dijo un día Jesús a sus discípulos. Y eso es lo que precisamente nos enseña el Evangelio de San Marcos, del domingo 26 del Tiempo Ordinario (Mc 9,38-43.47-48). ¡Qué difícil nos resulta captar el mensaje de este relato, y no porque sea difícil sino por nuestros celos enfermizos! Queremos tener la exclusiva del poder, como Josué, y encima nos quejamos de las tareas que tenemos que hacer en la comunidad y en la Iglesia, y de poner cara de “sufri-mártires” como decimos,  hablando de la dura “voluntad divina”.

Lo único que nos ocurre es que no hemos entendido el verbo compartir. Ni siquiera el Concilio Vaticano II llegó en sus documentos, a la altura de este texto del Antiguo Testamento, para poder decir abiertamente “¡Ojalá todo el pueblo de Dios fuera profeta y nos ayudara a llevar las tareas!”  Aquellos setenta ancianos nos pueden enseñar mucho, cuando en la Iglesia la tarea la podemos llevar entre todos, especialmente cuando hoy se nos habla de la sinodalidad (caminar juntos). Ellos simbolizan a tantas personas que trabajan juntos, de forma mancomunada y armoniosa. Que sigamos su ejemplo.

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