El sacerdocio judío, al que ellos pertenecían y eran ordenados, instituido para anunciar la Palabra de Dios (ver Mal 2,7-9), como también para establecer la comunión y la paz con Dios mediante los sacrificios y la oración, fue siempre fuente de esperanza, de gloria, de fuerza y de liberación dentro del pueblo de Israel, manteniendo la fe en el futuro Mesías. El admirable templo de Salomón, levantado en Jerusalén, la ciudad santa, fue símbolo e imagen de aquel sacerdocio tan lleno de majestad y misterio. Cuenta el historiador judío Flavio Josefo, que el victorioso conquistador Alejandro Magno se inclinó reverentemente ante el Sumo Sacerdote (ver Antigüedades Judías, 11,8,5), y en el libro del profeta Daniel se narra el castigo infligido al rey Baltasar, por haber profanado los vasos sagrados del templo en sus banquetes sacrílegos (ver Dn 5, 1-30).
Los sacerdotes de Jerusalén, tanto el Sumo Sacerdote como los levitas y sus ayudantes, fueron concentrados en el templo y en los pueblos de alrededor, organizándose en turnos para desempeñar sus funciones (ver Lc 1,8). Estas consistían en oraciones y, sobre todo, en la ofrenda de sacrificios de diversos tipos, según las necesidades de los oferentes. Sin embargo, este sacerdocio y estos sacrificios, eran incapaces de realizar la salvación definitiva, que sólo podría ser lograda por el sacrificio de Jesucristo (ver Heb 5,3; 7, 27; 10,1-4). Las familias sacerdotales estaban organizadas por castas, ya sea de Leví o de Aarón, sus “fundadores” y antepasados, o de Sadoc, sacerdote de David y Salomón.
En los tiempos del Nuevo Testamento estaban organizados a cargo de un Sumo Sacerdote que, por así decirlo, era el oficial, ayudados por otros de segunda categoría. Este pontífice supremo tenía un cargo vitalicio, pero estaba a las órdenes de los imperios dominantes (griegos y romanos), que los podían poner o deponer en su puesto. Solamente él podía entrar en el Santo de los Santos o Lugar santísimo del templo de Jerusalén y presidir el Sanedrín o Consejo Supremo de los judíos. Uno de ellos fue Caifás, célebre en el juicio de Cristo.
Sabemos que Jesús no fue sacerdote, es decir, no fue un hombre del culto, que perteneciera a una casta sacerdotal, como la de Leví y ejerciera servicios en el templo. Fue un laico de la tribu de Judá (ver Heb 7,13.14). Pero es presentado con un título sagrado en la Carta a los Hebreos, es decir, el definitivo Sumo Sacerdote, superior al sacerdocio judío que, al derramar su propia sangre y no la de los animales de los sacrificios, ofreció a Dios el único y eficaz sacrificio con el cual reconcilió a Dios con los hombres y a estos entre sí (Heb 9,12). No obstante, la liturgia de la Iglesia ve en este sacerdocio de la Antigua Alianza, una prefiguración del ministerio ordenado de la Nueva Alianza. En la oración consecratoria de los presbíteros, el día de su ordenación, por ejemplo, la Iglesia de rito latino ora:
"Señor, Padre Santo....en la Antigua Alianza se fueron perfeccionando a través de los signos santos los grados del sacerdocio....cuando a los sumos sacerdotes, elegidos para regir el pueblo les diste compañeros de menor orden y dignidad para que les ayudaran como cooperadores...".
Será un sacerdote de la Antigua Alianza, Zacarías, padre de Juan Bautista, quien anuncie solemnemente la llegada inminente "del Sol que surge de lo alto para iluminar a los que están sentados en tinieblas y sombras de muerte, para enderezar nuestros pasos por el camino de la paz" (Lc 1,78-79). Todas las prefiguraciones del sacerdocio de la Antigua Alianza encuentran su cumplimiento y sentido en Cristo Jesús, "Mediador único entre Dios y los hombres" (1 Tim 2,5). Sólo del hecho de prefigurar el sacerdocio de la Nueva y Eterna Alianza, el sacerdocio de la Antigua recibe su majestad y su gloria. Porque Él es sacerdote eterno, según el orden de Melquisedec (Heb 7,1-28). Al ordenar a sus apóstoles que celebren el memorial de la Eucaristía, Cristo comparte con ellos su sacerdocio ministerial, asociando también a la Iglesia a su sacerdocio profético y real (1 Ped 2,4-10). San Pablo resumirá con una frase lapidaria la dignidad y las funciones del sacerdocio ministerial cristiano: "Que los hombres nos consideren como ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios" (1 Cor 4,1).