Este encuentro se expresa en la mirada: el tullido ve a Pedro. Pedro fijó en él la mirada y le dijo: “míranos”, y el tullido les miraba con fijeza. Podemos decir que hay un encuentro profundo entre la Iglesia (representada por Pedro) y el pobre (representado por el tullido). El tullido representa asimismo al pueblo de Israel, que está tullido por la práctica de la ley y por el Templo. Pedro no tiene oro ni plata, sino únicamente la fuerza del Resucitado y su Espíritu. Con esta fuerza ordena al tullido que camine; pero no sólo le ordena, sino que además le da la mano. La liberación del tullido es una verdadera resurrección: cobran fuerza sus pies y tobillos, da un salto, se pone en pie, camina y entra con ellos en el Templo andando, saltando y alabando a Dios.
El Papa Francisco, hablando de este milagro del paralítico sanado por Pedro, nos ofrece una bellísima catequesis. Transcribimos algunos de sus párrafos:
“Ese mendigo, encontrando a los Apóstoles, no encuentra dinero sino el Nombre que salva al hombre: Jesucristo, el Nazareno. Pedro invoca el nombre de Jesús, ordena al paralítico que se ponga en la posición de los vivos: de pie, y toca a este enfermo, es decir, lo toma de la mano y lo levanta, gesto en el que San Juan Crisóstomo ve ‘una imagen de la resurrección’ (Homilías sobre los Hechos de los Apóstoles, 8). Y aquí aparece el retrato de la Iglesia, que ve a quien está en dificultad, no cierra los ojos, sabe mirar a la humanidad a la cara para crear relaciones significativas, puentes de amistad y solidaridad en lugar de barreras. Aparece el rostro de ‘una Iglesia sin fronteras que se siente madre de todos’ (Evangelii Gaudium, 210), que sabe tomar de la mano y acompañar para levantar, no para condenar. Jesús siempre tiende la mano, siempre trata de levantar, de hacer sanar, de hacer felices, de hacerlos encontrar a Dios.
Es el ‘arte del acompañamiento’ que se caracteriza por la delicadeza con la que uno se acerca, a la ‘tierra sagrada del otro’, dando a nuestro caminar ‘el ritmo sanador de projimidad, con una mirada respetuosa y llena de compasión, pero que al mismo tiempo sane, libere y aliente a madurar en la vida cristiana’ (ibíd., 169). Y esto es lo que estos dos apóstoles hacen con el lisiado: lo miran, dicen ‘míranos’, se acercan a él, lo levantan y lo curan. Lo mismo hace Jesús con todos nosotros. Pensemos en esto cuando estemos en malos momentos, en momentos de pecado, en momentos de tristeza.
Ahí está Jesús que nos dice: ‘Miradme: ¡estoy aquí!’ Tomemos la mano de Jesús y dejémonos levantar. Pedro y Juan nos enseñan a no confiar en los medios, que también son útiles, sino en la verdadera riqueza que es la relación con el Resucitado. En efecto, somos -como diría san Pablo- ‘como pobres, aunque enriquecemos a muchos; como quienes nada tienen, aunque todo lo poseemos’ (2 Corintios 6, 10).
El todo nuestro es el Evangelio, que manifiesta el poder del nombre de Jesús que hace maravillas. ¿Y qué tenemos cada uno de nosotros? ¿Cuál es nuestra riqueza, cuál es nuestro tesoro? ¿Qué podemos hacer para enriquecer a los demás? Pidamos al Padre el don de un recuerdo agradecido al recordar los beneficios de su amor en nuestras vidas, para dar a todos el testimonio de alabanza y gratitud. No olvidemos: la mano siempre extendida para ayudar al otro a levantarse; es la mano de Jesús la que a través de nuestra mano, ayuda a otros a levantarse…” (Catequesis del Papa Francisco, miércoles 7 de agosto, 2019).