Hoy, cuando te miro desde este silencio que a veces parece infinito, veo todas las historias que te sostienen: tus días de miedo que se volvieron curiosidad, tus noches de silencio que se iluminaron con el sonido de las páginas abiertas.
Como decía Sócrates, “una vida que se pregunta es una vida que vale la pena vivir”; que tus preguntas guíen cada clase. Y si acaso el peso del mundo parece demasiado, recuerda que la pregunta bien hecha ya es una semilla de libertad.
Willy:
Tía Hilda, tu voz llega como un libro que se abre en mi nombre. La letra que elogiaste y el amor que sembraste en mi corazón por la lectura son la brújula que me guía a la hora de enseñar.
Te siento más presente que la distancia que nos separa, y prometo que tu legado no se quedará en el pasado: lo llevo como una antorcha encendida que ilumina cada aula, cada conversación con familias, cada escucha que exige valor.
Como dijo Rainer María Rilke, “busca dentro de ti lo que solo tú puedes dar al mundo”; y eso empuja cada paso de mi labor educativa. Quiero que mis alumnos sientan que la lectura es un refugio donde pueden atar sus miedos y convertirlos en preguntas que abren puertas. Quiero que la escuela sea un lugar donde la curiosidad sea bien recibida y el error sea un peldaño hacia la verdad más cercana.
Tía Hilda:
Decirte “te amé” cuando ya casi no quedan palabras no fue un adiós; fue un compromiso susurrado a la vida.
Deja que esa promesa te acompañe: que tu vocación sea la forma más concreta de agradecer lo que te dio tu vida conmigo.
La letra hermosa para ser leída, la lectura para ser comprendida, la seguridad de haber sido amado para poder amar a otros sin reservas. Recuerda la enseñanza de Simone de Beauvoir: “El cambio de la vida no está en las palabras, sino en las acciones que las palabras inspiran.” Haz que cada acción educativa lleve esa verdad: que quien llega a la clase no sea solo un cuerpo que recibe información, sino una historia que merece ser escuchada y un nombre que merece ser celebrado.
Y cuando el cansancio quiera ganar terreno, respira: la paciencia es el método, y la paciencia bien respirada transforma el aula en un espacio de cuidado mutuo.
Willy:
Hoy, al sostener las líneas de Orientación Educativa y Familiar y la Licenciatura en Docencia, siento que lo que se me dio no fue solo conocimiento, sino una responsabilidad.
Escuchar con paciencia, acompañar con delicadeza, enseñar con rigor; sostener la dignidad de cada persona que cruza mi camino.
Si tuviéramos que escribir una marea de palabras, que cada una sea un compromiso: que la sala de clase sea refugio y desafío, que cada voz tenga un nombre, que cada historia tenga espacio para existir.
Como decía Coleridge, “el verdadero maestro es quien enseña a pensar, no a memorizar”; yo enseñaré a pensar con empatía y rigor. Y cuando alguna historia de mis alumnos me conmueva, recordaré que soy puente, no muro: un paso que invita a atravesar el miedo hacia el aprendizaje, hacia la posibilidad de ser más de lo que se es al principio.
Tía Hilda:
La memoria no es un cenizo: es una chispa que arde en las manos que enseñan.
Gloria y mamá, ausentes, dejaron su lección en el pulso de tus acciones: que la educación no es mera transmisión de contenidos, es una forma de construir justicia, de sostener a quien tiembla ante el mundo.
Cuando las sombras se acerquen, recuerda mi mesa de lecturas, el olor a papel viejo y la paciencia con la que te decía que cada letra tiene un latido. Como decía Elsa B. de Carranza, “la educación es una semilla que florece cuando hay paciencia”; riega cada día con esa paciencia. Y piensa en Kant, que sostenía que la dignidad de la persona es un absoluto: cuida cada decisión para que nadie quede reducido por su historia.
Si algún alumno tropieza, no lo empujes hacia abajo con notas; acompáñalo para que descubra en su error un camino distinto hacia la verdad.
Willy:
Entonces abro cada aula con esa promesa: que cada niño y niña que entre sienta que llega a casa, que cada familia que confíe en mi orientación encuentre una escucha que no juzga, que cada joven descubra que puede construir su camino con la ayuda de quienes creen en su dignidad.
Diré a veces: “La educación es la vacuna contra la oscuridad,” para que nadie se vaya de mi clase sin saber que hay alguien que espera por ellos, que cree en ellos, que está dispuesto a acompañarlos.
Como recordaba Jorge Luis Borges, “si uno no ama la lectura, no entiende el mundo”; y si uno no ama al otro, tampoco entiende la vida. Y cuando surja la tentación de rendirse ante la complejidad de un caso, recordaré a Aristóteles: “La excelencia es un hábito,” y que el hábito de la atención al otro se cultiva día a día.
Tía Hilda:
Qué hermoso escuchar ese impulso. No olvides que la gratitud no es un suspiro: es una decisión diaria de actuar con amor.
Cuando las palabras cesen, que tus gestos hablen: la paciencia como método, la empatía como método, la honestidad como semilla que germina en cada encuentro.
Y si alguna vez dudas, recuerda que mi presencia no muere en el silencio, sino que se transfiere a cada acción que haces por otros.
Como dijo Aristóteles: “La felicidad consiste en vivir de acuerdo con la virtud,” y la virtud aquí es amabilidad sostenida, justicia en la escucha y verdad en la práctica.
Y añade para ti una brújula personal: la gratitud no es repetición de lo que fue, es la energía que transforma lo que vendrá.
Willy:
A veces siento la memoria como una conversación que no termina, un hilo que no se rompe. ¿Cómo seguir, tía, cuando el dolor aún late en la memoria y la vida llama a la acción? ¿Cómo sostener la llama de un legado cuando el cansancio quiere apagarla?
Tía Hilda:
Sigue el hilo con cuidado: pasa del duelo a la acción, de la palabra que consuela a la tarea que transforma.
Tu aula debe ser un hogar donde se escucha sin miedo, donde se pregunta sin vergüenza, donde cada historia encuentra un espacio para respirar.
“Donde hay aprendizaje, hay esperanza,” y la esperanza se alimenta de tu presencia constante.
Invoca a Silo, recuerda que la educación es una práctica de libertad: libera voces que necesitan ser escuchadas. Y cuando dudes, recuerda la advertencia de Sócrates: “La verdadera sabiduría está en reconocer la propia ignorancia.” Si admites que no lo sabes todo, podrás escuchar mejor a tus estudiantes y a tus colegas.
Willy:
Entonces hago un pacto ante tus palabras: cada plan de estudio será un puente para quienes llegan buscando su lugar; cada sesión de orientación una oportunidad para abrazar la dignidad; cada evaluación una conversación para descubrir qué necesitan realmente, más allá de un número o una calificación.
Y que cada aprendizaje por venir conserve la mirada de quien lo dio todo por mí. Si alguna vez la clase se llena de ruido, recordaré a Confucio: “Elige un trabajo que te guste, y no tendrás que trabajar ni un día de tu vida”; elegiré cada acción con esa voz de fondo que me dice que el esfuerzo diario es una forma de amor.
Tía Hilda:
Y que esa forma de amar la educación sea visible en cada detalle: en la voz que se modula para que otro se sienta escuchado, en la mirada que no juzga a nadie por su historia, en la firmeza que aprende a ceder cuando la necesidad de otro lo exige. “La verdadera educación es despertar la esperanza y la capacidad de soñar con dignidad,” recuerda esa frase que te repetía cuando estabas por cruzar un umbral nuevo. Recuerda también a Einstein: “La imaginación es más importante que el conocimiento,” porque la imaginación te permitirá diseñar caminos para cada estudiante. Y no olvides la memoria de Gloria y de tu madre: su amor te da fuerzas para sostener a otros sin perderte a ti.
Willy:
Lo guardaré como recordatorio: cada niño y niña que encuentro en mi camino no es solo un alumno, sino una historia que merece ser leída con cuidado.
Y yo, en la medida de mis fuerzas, voy a abrir puertas para que esas historias encuentren su lugar en el mundo. Como decía Sócrates, “una vida que se examina a sí misma es una vida que merece ser vivida”; examinaré cada situación con la ética de ese examen.
Recordaré también a Neruda: “Podrán cortar las flores, pero no podrán detener la primavera”; la primavera de cada aula nace cuando alguien ve la dignidad en el otro y decide actuar.
Tía Hilda:
Yo te habré acompañado en cada decisión, no en lo visible sino en lo profundo: en la paciencia para escuchar, en la humildad para aprender junto a otros, en la valentía para defender la dignidad de cada persona que se cruza contigo.
“El amor por la enseñanza es el primer amor que nunca se olvida,” recuerda esa verdad cuando sientas que el cansancio te llega.
Y deja que la memoria de Gloria y de tu madre te sirva de ancla: su amor te da fuerza para sostener a otros sin perderte. Y si alguna vez el aula parece un mar revuelto, recuerda el consejo de Montaigne: “La experiencia es la madre de la ciencia.” Cada experiencia con tus estudiantes es una lección que se suma a tu saber y tu humanidad.
Willy:
Entonces, con tu voz resonando en mi interior, doy inicio a este nuevo capítulo: obedecer tu memoria en cada acción, honrar tu nombre con cada clase, construir una educación que no solo enseñe datos, sino que transforme vidas.
Si alguna vez me pierdo, vuelvo a estas palabras, y te encuentro en la página que me corresponde leer en ese momento. Como decía Pablo Neruda, “podrán cortar todas las flores, pero no podrán detener la primavera,” y ese es mi compromiso: traer primavera a cada aula, incluso cuando el mundo se vuelva gris.
Tía Hilda:
Que así sea. Y cuando el día termine, que la luna te recuerde que la gratitud es la memoria del corazón, que la memoria se convierta en servicio y que el servicio, en una promesa cumplida: educar con amor, para que cada historia encuentre su propio lugar en el mundo.
Y recuerda a Kant: “La dignidad de la persona es un valor que no se negocia,” por eso cada decisión debe respetar la dignidad de quien aprende. La memoria no es un lastre; es una guía para vivir con integridad, para que cada gesto en el aula sea una prueba de que la educación puede ser un acto de amor sostenido.
Willy:
Gracias, tía. Gracias por cada palabra, por cada lectura compartida, por cada noche velando conmigo una misma esperanza.
Hoy prometo que tu legado seguirá vivo en mis aulas, en las preguntas que hago, en las mañanas que empiezo, en las voces que hoy se encuentran buscando su camino. Porque tú vives en mí y yo viviré en cada niño y cada niña que tenga la suerte de cruzar mi camino académico y humano.
Y cuando la clase se vuelva dura, recordaré a Aristóteles: “La excelencia es un hábito,” y ese hábito será la constancia de cuidar cada historia, cada voz, cada necesidad.
Tía Hilda:
Y conmigo, Willy, vive también la memoria de Gloria y de tu madre, que desde su silencio sostienen nuestro propósito.
Que la educación sea siempre un acto de amor que ilumina futuros posibles y que tu vida sea el testimonio de que, a veces, la mayor enseñanza nace del dolor más profundo.
Que el silencio de la casa se convierta en el murmullo de las aulas donde la gente aprende a respirar junta, a respetar la aldea de voces que conforma una comunidad educativa.
Willy:
Entonces, con esa bendición, doy inicio a esta conversación eterna entre nosotros: una conversación que no termina, pues cada vez que entro a un aula, te escucho de nuevo, te siento a mi lado, y te prometo seguir tu legado con la humildad de quien sabe que aprender es un viaje sin fin.
Si alguna vez la ruta se oscurece, busco en la bibliografía de mi memoria tu risa, tu paciencia y tu fe en la dignidad humana. Porque la educación, como dijo Confucio, “comienza con la compasión y termina en la justicia,” y quiero que cada día de enseñanza conecte esas dos dimensiones.
Tía Hilda:
Así sea, Willy. Así será. Y cuando el camino se vuelva duro, recuerda que la memoria no es peso; es impulso.
Que la palabra que te enseñé, la lectura que te abrió mundos, y la fe en la dignidad de cada persona sigan guiando tus pasos, hoy y siempre.
Porque la educación, primero, es un acto de amor que transforma vidas, y tú, mi querido sobrino, eres la prueba más hermosa de esa verdad. Y si alguna vez dudas, piensa en la frase de Emerson: “La ciencia no es más que el amor que busca comprender la verdad.” Tu amor por la gente, tu deseo de comprender, serán tu ciencia en las aulas.
Willy se inclina ligeramente, como quien escucha un susurro que le recuerda una casa llena de libros.
Sabe que no está solo: la presencia de su tía, las memorias de Gloria y de su madre, y las grandes ideas que han moldeado su visión educativa, se entrelazan para sostener su oficio.
El diálogo no cierra en una solución definitiva, sino que abre un camino: cada día, una pregunta por responder; cada clase, una historia por escuchar; cada gesto, una promesa de cuidado.
En ese cruce entre memoria y acción, Willy comienza a vivir el legado que Tía Hilda le dio: enseñar con ternura, exigir con justicia, y celebrar la dignidad de cada persona que cruza su aula como si fuera parte de la propia familia.











