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Martes, 25 Noviembre 2025
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Semillas de esperanza en un domingo de lluvia

By Willy Chaves Cortés, OFS Orientador Familiar, UJPll / Doctor en Humanidades, UPF Octubre 23, 2025

En Aserrí, un domingo de lluvia parecía envolver la casa de los Bambús en un manto gris y manso. El sonido del agua golpeando las tejas y el rumor del río cercano dibujaban una sinfonía tranquila, aunque en el corazón de la casa yacía una ansiedad contenida.

Los 13 perros, silenciosos como sombras, dormían entre sus cosas, sin hacerse notar, como si la lluvia hubiera lavado también sus preocupaciones. En medio de ese sosiego, la tremenda Salomé se escapó. Salió corriendo hacia el río, dejando una estela de aire fresco y miedo al mismo tiempo, porque del otro lado del río había un vecino cruel y despiadado que les había disparado a matar sin motivos.

Fue entonces cuando, con la urgencia de la vida y la protección de la familia, salimos a buscarla, impulsados por un instinto irrefrenable de cuidar a los seres que amamos.

La casa, que parecía sumirse en la marea de lluvia, fue también escenario de una decisión más grande que el miedo: la de invitar a Ricardo Oreamuno y a su hija a compartir un almuerzo, a pasar el día juntos y a recordar que la vida, a veces, se salva en la calidez de una mesa, en la risa que acompaña una conversación sincera y en el cuidado que nace de la complicidad de dos hombres que la vida ha juntado como hermanos.

En la cocina, la escena parecía un pequeño milagro. Preparé picadillo de papaya, flor de Itabo con huevo y atún, tortas de hojas de remolacha con hojas de rábano. Parecía una lista de sabores que desmentía la dureza de la realidad, un recordatorio de que la vida puede sostenerse con lo sencillo y con lo que se comparte.

Detrás de cada plato, se escondía una promesa: “todo lo que tocamos con nuestras manos puede convertirse en refugio”. A veces, el alimento es más que alimento; es un acto de fe en la continuidad de la vida.

El postre no fue menos significativo: miel de ayote con higos y coco, dulzura que parece extraída de la memoria misma, de aquellas memorias que nos sostienen cuando el mundo parece deshilacharse. Ricardo, con su presencia serena, trajo consigo una calma que se percibe en el aire cuando una conversación se abre como un libro. Y así, en medio del aroma a café recién servido y la promesa de una torta de frutas, la realidad se volvió posible: una casa que responde con refugio ante la amenaza y una mesa que acoge sin exigir, sin preguntar, sin juzgar.

“Dichosos somos nosotros, todo lo que nos tocó vivir, sufrir y llorar”, inició la conversación Ricardo, dejando que el peso de esas palabras cayera suave sobre la mesa.

Luego añadió una reflexión que parecía una brújula: “Ahora somos padres de una niña en mi caso”; “vos, de Benjamín”. Las palabras de Ricardo resonaron como una evidencia de que la vida, aunque a veces parezca haber empezado en medio de la adversidad, puede abrir puertas hacia una nueva esperanza. En ese instante, el relato personal dejó de ser solo una memoria áspera para convertirse en un camino posible para otros.

Estos niños, parecía decir Ricardo, deben ser felices, deben estar protegidos del odio, de la escasez y de la crueldad. Deben educarse para entender que el estudio es el puente que los conduce a una vida distinta, a una vida con opciones.

Deben aprender a agradecer a Dios por lo que reciben a través de su propio esfuerzo, por cada día de trabajo que permite sostener a una familia y a una casa que respira bajo la lluvia.

En esa idea simple late una verdad profunda: la educación no es solo un conjunto de saberes, es un instrumento de libertad, una llave que puede abrir puertas que la pobreza y la crueldad a veces parecen haber cerrado para siempre.

En medio de la conversación, la taza de café que chorreaba dejó su propio testimonio de paciencia: el tiempo, como el líquido que cae y moja la mesa, se transmite a través de palabras que calman y fortalecen. “Estas visitas nos hacen ver que la vida puede abrirse incluso cuando el mundo parece haber puesto una traba en nuestra ruta”, parecía decir aquella escena: una cafetería improvisada en la cocina, un rato que sostiene, un rato que reconstruye.

La vida, al fin y al cabo, se despliega en gestos pequeños que revelan su grandeza. El hecho de tender la mano entre dos hombres que la historia quiso separar, el acto de preparar comida con esmero para que la mesa sea un lugar de encuentro y de reparación, son gestos que dicen más que palabras de consuelo.

Cada detalle del domingo —la lluvia que escucha, el río que susurra, los sabores que abrazan la memoria— se convirtió en una lección de esperanza: que lo que hemos vivido, por doloroso que haya sido, no determina todo lo que vendrá; que la próxima página puede ser escrita con la tinta de la solidaridad y el cuidado común.

En este relato, la figura de nuestra perra Salomé que se escapó para atravesar el río recuerda la fragilidad de la vida y, a la vez, su increíble capacidad de resistencia.

La separación entre el miedo y la esperanza puede parecer estrecha cuando la sombra de la violencia acecha, pero la respuesta humana a esa sombra es el cuidado, la protección, el deseo de mantener a salvo a quienes amamos.

En esa tensión entre peligro y ternura, entre el rugido del río y el murmullo de la cocina, nace una certeza: la vida se sostiene en la red de relaciones que cultivamos, en la memoria de quienes nos rodean y en la posibilidad de convertir cada encuentro en un acto de amor.

 El nombre de Benjamín, confidente y futuro, flota en la conversación como una semilla que espera germinar. No es solo el relato de una familia que se mantiene unida ante la adversidad; es la afirmación de que las nuevas generaciones pueden ser el fruto más hermoso de un esfuerzo compartido. Si nosotros, que hemos conocido la fragilidad, podemos construir una casa de paz para un niño, entonces ese niño tiene una oportunidad de elegir un camino de aprendizaje, de curiosidad y de gratitud. 

Este domingo lluvioso, entonces, se convirtió en un espejo donde se refleja una promesa: que la vida puede desbordarse de cariño, de estudio y de esperanza, aun cuando la sombra de la violencia oscurece el horizonte.

Porque la certeza más grande no es la ausencia de dolor, sino la presencia de un apoyo que sostiene, la certeza de que no estamos solos cuando el miedo sube.

Y esa certeza —sostenida por la mesa compartida, por las palabras que nos elevan y por la paciencia con que se cocina el alimento— es la fuerza que transforma el dolor en un aprendizaje, la angustia en una decisión y la nostalgia en una visión de futuro.

Al final, la casa de los Bambús no fue solo un refugio de paredes y techo, sino un refugio de comunidad.

Los 13 perros que dormían entre sus cosas, la Salomé que volvió a casa y el niño que aún no sabe de las cicatrices que nos marcan, todos encontraron un hilo común: la vida, a pesar de todo, sigue su curso cuando hay quien la acompaña. Y en ese acompañamiento se teje una pedagogía silenciosa: que la verdadera riqueza no está en lo que poseemos, sino en la capacidad de dar y recibir cuidado, de enseñar y aprender, de sostener y ser sostenidos.

Este relato, que podría parecer un mosaico de momentos cotidianos, es, en su esencia, una visión: la de un camino que se abre a la esperanza.

Una esperanza que reconoce la herencia de un pasado doloroso pero que elige, cada día, escribir una nueva página con letras de ternura, de esfuerzo y de fe en el porvenir.

Porque cuando la vida se presenta como una tormenta, la respuesta más poderosa que podemos ofrecer es la de construir puentes: puentes entre padres e hijos, entre amigos, entre vecinos, entre generaciones. Puentes que sostienen, que educan, que permiten que la risa vuelva a la mesa y que la confianza vuelva a encontrar su lugar.

En estas líneas queda grabada una enseñanza sencilla y profunda: la vida que nace del cuidado es más resistente que la violencia que intenta apagarnos.

El compromiso de Ricardo, de su hija y de nosotros, de convertirse en guardianes de la inocencia de una niña y de Benjamín, es una promesa de futuro.

Un futuro que se alimenta de la disciplina del estudio, del agradecimiento a Dios por las gracias recibidas y del valor de cada esfuerzo diario.

Si al final de este domingo lluvioso hay algo que recordar, es que la esperanza no es una evasión del dolor, sino una respuesta activa a él: una respuesta que se expresa en la cocina, en la conversación, en la mesa compartida y en la decisión de seguir adelante, juntos, como hermanos escogidos por la vida para sostenerse unos a otros.

Que este relato permanezca como un testimonio: que, frente a la violencia y la escasez, la educación y el cariño pueden ser las luces que guían a una familia hacia un mañana más seguro y luminoso.

Que las palabras de un amigo, la promesa de un padre para su hijo y la paciencia de un día de lluvia se conviertan en la semilla de una comunidad que aprende a vivir con dignidad, gratitud y esperanza. Y que la vida, en cada gesto, en cada receta compartida y en cada abrazo, siga recordándonos que, incluso en medio del temporal, hay un lugar donde la esperanza florece.

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