La autenticidad del afecto, en el contexto familiar y educativo, es la semilla para que los niños y las niñas se sientan valorados y aceptados.
En el ámbito familiar, el afecto no solo se expresa en palabras, sino en acciones concretas: un abrazo cálido, una mirada comprensiva, un tiempo dedicado sin prisas.
Los padres que entienden que el primer lenguaje es el afecto, logran crear en sus hijos un sentido de pertenencia y seguridad que perdurará toda la vida.
La familia, en ese sentido, es la primera escuela donde se aprende a amar y a ser amado. La comunicación afectiva en el hogar es el pilar que sostiene el equilibrio emocional de cada niño, niña y joven.
Desde la orientación educativa, resulta crucial acompañar a las familias en el reconocimiento de la importancia del afecto como primer lenguaje.
Muchas veces, en la cultura moderna, se prioriza la transmisión de conocimientos y habilidades cognitivas, dejando de lado el desarrollo emocional.
Pero los estudios indican que una educación integral debe incluir la formación en habilidades socioemocionales, porque estas son las que realmente permiten a los estudiantes enfrentarse a los desafíos de la vida con resiliencia y empatía.
El educador, en este contexto, actúa como un puente que ayuda a fortalecer ese vínculo afectivo en el aula.
Cuando los maestros entienden que las palabras y las acciones cargadas de afecto fomentan un clima de confianza, se generan ambientes propicios para el aprendizaje y el crecimiento personal.
La relación afectiva entre maestro y alumno puede marcar la diferencia entre una experiencia educativa rutinaria y una que transforme vidas.
La neurociencia confirma que las experiencias afectivas positivas en la infancia y adolescencia fortalecen las conexiones cerebrales relacionadas con la regulación emocional y la motivación.
La oxitocina, conocida como la hormona del amor, se libera en presencia de afecto genuino, promoviendo sentimientos de bienestar y seguridad.
La ausencia de ese primer lenguaje, en cambio, puede derivar en dificultades para gestionar las emociones y en problemas de autoestima.
La orientación familiar y educativa debe promover prácticas que refuercen ese primer lenguaje.
En el hogar, se trata de generar un ambiente en el que los niños, niñas y jóvenes puedan expresar sus sentimientos sin miedo, donde las palabras sean acompañadas por acciones concretas de cariño y reconocimiento.
En las instituciones educativas, esto implica que los docentes fomenten relaciones humanas auténticas, donde el respeto, la empatía y el afecto sean protagonistas.
Pero también hay que entender que el afecto no siempre se expresa de manera simbólica o verbal.
En muchas culturas, el silencio, la presencia y el cuidado silencioso hablan más que las palabras.
La atención plena, la escucha activa y la disponibilidad emocional son formas de expresar afecto en el día a día.
La orientación educativa y familiar debe reforzar que esas acciones, muchas veces simples, tienen un impacto profundo en el bienestar emocional y en la formación de valores.
El impacto del afecto en la formación de valores como la empatía, la solidaridad y la responsabilidad es indiscutible.
Cuando los niños y niñas perciben que son queridos y respetados, aprenden a valorar y respetar a los demás.
La empatía, esa capacidad de ponerse en el lugar del otro, es en realidad una manifestación del primer lenguaje: el afecto.
La educación emocional, por tanto, es una estrategia imprescindible en la orientación familiar y escolar para consolidar ese primer lenguaje en los corazones de los niños y las niñas.
El vínculo afectivo también es un factor protector frente a las dificultades y adversidades.
En contextos de vulnerabilidad, el afecto y la atención emocional actúan como un escudo que ayuda a los niños y niñas a afrontar y superar obstáculos.
La orientación educativa debe trabajar en la sensibilización de las familias y docentes sobre la importancia de brindar ese refugio afectivo, especialmente en momentos de crisis o cambios.
Es fundamental que, desde la orientación, se promueva una cultura del afecto en todos los ámbitos.
La escuela y la familia deben ser espacios donde el afecto sea un valor central, que se practique en cada interacción, en cada palabra y en cada gesto.
Solo así lograremos que el primer lenguaje que aprendimos no se pierda en la vorágine de la vida moderna, sino que siga siendo la piedra angular de nuestro desarrollo emocional y social.
Comprender que el primer lenguaje que aprendimos no fue el habla, sino el afecto, nos invita a replantear nuestras prácticas educativas y familiares.
Nos llama a valorar el poder del contacto, la presencia y la empatía como los verdaderos cimientos de una educación integral y humanizadora.
Solo reconociendo y fortaleciendo ese primer lenguaje, podremos construir generaciones más empáticas, resilientes y felices.