Después de almorzar, me dirigí a los Jerónimos, un lugar que siempre había tenido un aura especial para mí. Allí, encontré a Don Armando fumando sin parar. Su abrazo fue cálido y sincero, y se interesó por mi vida y la de mi hijo. “¿Cómo van los avances del libro?”, me preguntó con un brillo en los ojos. “No se olvide que escribir es enseñar”, continuó, “y usted, que decidió escribir sobre perdón y sanidad interior, está llamado a evangelizar desde la escritura”.
Las palabras de Don Armando resonaron profundamente en mí. En un mundo que a menudo parece sumido en la miseria, la idea de mostrar a Cristo a través de nuestras acciones y palabras se convierte en una misión sagrada. Compartí con él algo que ya sabía: mi vínculo con los monjes jerónimos. “Don Armando, extraño nunca se ha apagado en mí el deseo de ser monje, de vivir mi vida dentro de un claustro”, confesé. “Dios quiso que fuera padre, aunque soltero, y mientras mi hijo me necesite, no puedo cumplir ese deseo que sé proviene de Él”.
La franqueza de Don Armando, con la sabiduría de un santo, me ofreció consejos valiosos. “Los monjes jerónimos han hablado bien de usted y de sus aportes. Ellos están muy ancianos y no tienen vocaciones”, me dijo con tristeza. “Vea usted, es un monje fuera del claustro, así lo quiso Dios. No renuncie jamás a ese llamado; consagre a Dios su vida”.
Mientras hablaba, comenzó a contarme la historia de la Orden de San Jerónimo. Esta orden religiosa católica, de clausura monástica y orientación puramente contemplativa, surgió en el siglo XIV. Su legado es uno de dedicación y entrega total a la vida espiritual. “Intenté fundar una comunidad en Costa Rica”, me confió, “pero están muy mayores y llevan años sin vocaciones. Tenía una propiedad para ellos en una montaña de sierpes, pero no se pudo”.
La conversación con Don Armando fue un regalo. Recordé las enseñanzas de los grandes pensadores: “El hombre que no lee, no tiene ventaja sobre el que no sabe leer". La lectura y la escritura son herramientas poderosas que, cuando se utilizan con propósito, pueden tocar vidas y transformar corazones.
El almuerzo continuó, pero mis pensamientos estaban en lo que Don Armando había compartido. La idea de ser un monje fuera del claustro resonaba en mi interior. ¿Qué significaba realmente esa vocación si no era vivir en la soledad del monasterio, sino en la vida diaria, en el bullicio de Madrid, y en la búsqueda del bien en cada acción?
La vida en Lavapiés, con su diversidad y su vibrante cultura, me brindaba la oportunidad de vivir mi fe de maneras que nunca había imaginado. A veces, el llamado de Dios no se manifiesta en los lugares que esperamos, sino en las circunstancias cotidianas. Me di cuenta de que cada encuentro, cada conversación, cada rayo de luz que entraba por la ventana de mi apartamento, era una invitación a la reflexión y a la acción.
En esos momentos de revelación, recordé la frase de San Jerónimo: “El que no conoce las Escrituras no conoce el poder de Dios”. Este poder, que me guiaba en mi escritura, también me instaba a vivir con autenticidad.
La escritura, entonces, se convertía en un acto de fe, una forma de compartir la luz en medio de la oscuridad.
La tarde se desvanecía, y mientras me despedía de Don Armando, sentí un renovado sentido de propósito. “Usted es un monje en el mundo”, me dijo, “y su misión es llevar esperanza a aquellos que la han perdido”. Sus palabras eran un eco de la verdad que había estado buscando; vivir con intención y dedicación era mi verdadero llamado.
De regreso en el apartamento, el aroma de la comida aún permanecía en el aire. Mi hijo y mis hermanos reían, disfrutando de la compañía y la calidez familiar. En medio de ese bullicio, encontré mi propia paz. La vida en Lavapiés no solo era un refugio; era un lugar de encuentro con mi propia vocación y con Dios.
En la búsqueda de mi identidad y propósito, comprendí que la vida está llena de oportunidades para servir y amar. Cada día es un capítulo en la historia de nuestra vida, y cada encuentro, una página que se escribe en el libro de la existencia. Así, con cada palabra que escribía, cada abrazo que daba, y cada rayo de luz que recibía, me acercaba un poco más a la esencia de lo que significa ser verdaderamente humano.
La música seguía sonando en el fondo, el eco de las castañuelas llenaba el aire, y en el corazón, una melodía de esperanza y propósito resonaba con fuerza.
La vida, en su complejidad, se convertía en un hermoso viaje hacia la sanidad interior y el perdón, una travesía que, aunque desafiante, prometía ser rica en bendiciones y descubrimientos.