La Navidad nos hace descubrir que, como creyentes, tenemos mucho que aportar al mundo, dando lo mejor de nosotros, haciendo que nuestras vidas se transformen en anuncio del plan de Dios para la humanidad, empezando por la defensa de la dignidad humana y la necesidad de reconocerla allí donde se pone en cuestión.
La fragilidad del Niño Jesús nos descubre que no hay futuro sin defensa de la dignidad de cada persona, que se debe “dar a cada uno lo suyo, siguiendo la definición clásica de justicia, que significa que ningún individuo o grupo humano se puede considerar omnipotente, autorizado a pasar por encima de la dignidad y de los derechos de las otras personas singulares o de sus agrupaciones sociales.”[2]
La Navidad nos recuerda la centralidad de la persona humana, su originalidad plena, su condición única e irrepetible y su misión en el mundo. En Cristo entendemos el plan de Dios para nosotros. Este "designio benevolente", así llamado por el papa emérito Benedicto XVI, "no se quedó, por decirlo de alguna forma, en el silencio de Dios, en las alturas de su cielo: nos lo dio a conocer entrando en relación con el ser humano, al cual no reveló algo, sino a sí mismo. No comunicó simplemente un conjunto de verdades, se comunicó a sí mismo, hasta llegar a ser uno de nosotros, a encarnarse.”[3]
Comprometámonos en esta Navidad a no claudicar en ser testigos de tanto amor de Dios que se nos revela, en el Niño nacido en Belén, convirtámonos en proclamadores del Evangelio de la vida recibido en Cristo.
Vivamos pues, plenamente esta Navidad como misterio de amor. Amor del Padre, que ha enviado al mundo a su Hijo unigénito, para darnos su misma vida (cf. 1 Jn 4, 8-9). El quiere nacer en nuestros corazones, abrámonos a su acción amorosa.
Queridos hermanos y hermanas: ¡Feliz y santa Navidad!
[1] Gaudium et spes, n. 22
[2] Fratelli Tutti, n.171
[3] Benedicto XVI, 5 de diciembre del 2012