Dios ha iluminado nuestros corazones y ha suscitado en nosotros el anhelo de vivir, cada día, con la gozosa esperanza de la victoria definitiva de Cristo, que será la nuestra. Esta certeza es la que anima la verdadera esperanza, esa que nos empuja a abrazar la vida y, al mismo tiempo, su desconocimiento es la causa de todas las desesperaciones en el ser humano. La verdadera, la gran esperanza del hombre que resiste a pesar de todas las desilusiones, sólo puede ser Dios, el Dios que nos ha amado y que nos sigue amando « hasta el extremo », « hasta el total cumplimiento » (cf. Jn 13,1; 19,30).[2]
Con pesar, vemos cómo desde una falsa idea de Estado Laico que garantiza la religión como opción personal solo en el ámbito privado, se trata de privar de la enseñanza religiosa a todos los ciudadanos para implementar una política sobre educación laica, pública, gratuita y de calidad. Una educación laica, sin Dios, capaz de generar la apertura al diálogo, así como el respeto por la diversidad y la aceptación de opiniones distintas. Ese Estado Laico, "pluralista e igualitario", es idealizado por algunos como un mundo sin Dios, donde los seres humanos sean realmente libres … (¿?)
Como creyentes, debemos ser los primeros en anunciar que un mundo sin Dios es un mundo sin esperanza, (cf. Ef 2,12), totalmente esclavizado. Cuando abrimos nuestro ser a Dios nuestra vida se enriquece y se hace grande, "en nosotros hay espacio para Dios y esta presencia de Dios, en nosotros, tan importante para iluminar al mundo en su tristeza en sus problemas, esta presencia se realiza en la fe: en la fe abrimos las puertas de nuestro ser para que Dios entre en nosotros, para que Dios pueda ser la fuerza que da vida y camino a nuestro ser."[3]
Que en este Adviento, la esperanza colme nuestros corazones pues bien sabemos en quien hemos puesto nuestra confianza.( 2 Tim 1,12), al mejor estilo de María y José.
[1] Benedicto XVI, Spe Salvi,n.3
[2] Ibid. n.27
[3] Papa Francisco, Homilía, 15 de agosto del 2012